Klaus se detuvo a pensar, cerca del arroyo, si todo lo que Josef le dijo era cierto.
Verdaderamente esperaba que no, pero cuando llego al frondoso e inhóspito bosque, se dio cuenta que quizás no se equivocaba. Sin dudas, estaban yendo en círculos y lo irritaba de cierta manera verse en esa situación.
El bosque que rodeaba el pequeño pueblo, era gigante. Todo un terreno difícil de explorar, pero fácil para esconderse. Era el lugar perfecto para organizar una revuelta y el lugar donde Klaus no estaba acostumbrado a luchar. Los kilómetros y kilómetros de árboles lo mareaban y lo hacían perderse. Encontraba en toda esa paz y silencio, una abrumadora sensación que lo desconcertaba.
—Hay huellas —Josef se las señalo —. Son humanas y están frescas. No creo que estén lejos.
—Ayer dijiste que si —le recordó, molesto.
—Ayer, encontramos otras, pero hacia el sur —gruño —. Nos están despistando, piénsalo bien. Ya saben que estamos aquí.
—Por supuesto que lo saben —se levantó, dejando de ver las huellas en el barro —¿Han buscado en las cuevas? Tengo entendido que son 10.
—Comenzamos en la mañana —le señalo, frente a él —. No puedo apurarlos, es peligroso.
—No quiero excusas.
—Y sé que tampoco quieres a tus chicos muertos por la garra de un oso —lo enfrento —. Dame a los soldados y veras que rápido puedo ir.
—Ese es tu trabajo —frunció el ceño —. Si quieres soldados, envía una carta a Berlín. Que tus amigos de la SS dejen de ahogarse en alcohol y putas y que vengan a trabajar.
—Estas metiéndote en un lugar peligroso —Josef apretó los dientes, contenido —. No te conviene decir esa mierda.
—Puedo y lo hare —lo señalo, desafiante —. Debería mandar una carta para que te provean a esos inútiles, mis chicos están fuera de tu alcance.
Klaus se giró y fue con su pelotón. Todos estaban nerviosos, ellos dos nunca discutían de esa manera y tan groseramente. Les hizo una seña para que lo sigan y todos salieron del bosque. El camino de piedras, el que llevaba al pueblo, apareció y calmo su mente. No estaba contento y ver lo poco dispuesto que estaba Josef, empeoraba las cosas. Él no tenía tiempo para estar discutiendo como dos niños. Había una guerra que ganar y un enemigo que atrapar.
—Quiero que me informen todo sobre el comandante Bühler, ¿está claro?
Su voz daba un indicio claro de que no iba a aceptar negativas, así que los soldados asintieron firmemente a la orden de su capitán.
En su mente, a pesar de lo colapsada que todavía estaba, volvió a emerger la cara de Mercedes. Klaus se detuvo, con el corazón latiendo, como recordándole algo, algo que tenía que ir a reclamar. Volvió a girarse hacia sus soldados, quienes detuvieron sus pasos.
—Necesito que vayan a buscar la caja de madera —miro su reloj —. La necesito en menos de una hora. Ya saben dónde encontrarme.
Klaus los dejos solos y fue hacia el lugar de trabajo de aquella preciosa mujer que invadía sus pensamientos. Casi escondido, detrás de un gran pilar de piedra, observo como Mercedes iba con gracia, caminado y atrayendo todas las miradas posibles. Era algo enigmático y mágico verla simplemente caminar. Sus caderas se movían en un compás tan suave, pero a la vez profundo, que Klaus las observo por un largo rato. No llevaba pantalones anchos esta vez, sino un vestido blanco con lunares acentuado en la cintura y las caderas.
Él no sabía que tan refinado se veía un pañuelo en el cuello de una mujer hasta que la vio a ella. Tenía una manera de lucirlo, pues su cuello era largo y esbelto. Todo su cuerpo parecía haber sido construido desde 0, con paciencia, con una mano experta y a medida. Estaba embalsamado con ella, toda ella. Su cuerpo no solo era templo de admiración, lo era su inteligencia y su manera de hablar.
Klaus estaba intrigado. No tenía ninguna duda de que él no era el único y lo confirmo cuando abrió la caja de madera. Dentro, no solo encontró lo que aquella mujer le dijo, sino mucho más. Había gente que no la quería en el pueblo, otra tanta que aborrecía su solo existir y alguna, con letra grotesca y muy descuidada, decía que ella era la culpable de la invasión de los traidores comunistas.
Nada bueno se decía de ella, nada amable, ni mucho menos cordial sobre su persona. Había letras que Klaus supo que eran de mujeres. Jóvenes con envidia, pensó para sí. Mercedes tenía mucho que envidiar, no solo en cuerpo, sino también en libertad. Las mujeres del pueblo eran, en su gran mayoría, ignorantes educativamente. Muchas no sabían leer, ni escribir, menos tenían una carrera universitaria. Estaban exclusivamente para trabajar en sus casas, algunas con suerte en los campos, la mayoría solo para ser esposas de.
Entonces, llega al pueblo una mujer que rompe con todo eso. Con las tradiciones, los pensamientos arcaicos y con el concepto de la posición de la mujer. Ellas no la envidiaban por su cuerpo, sino por su completa y abierta libertad. Económica, social y cultural. Simplemente odiaban su libertad.
Klaus pensó, sentado en la mesa del jardín trasero de la mansión, cuál era la posibilidad de que ella supiera que iba a ganar. Claramente no era tonta, menos sorda y las mujeres del pueblo eran notablemente desagradables con los que no son bien recibidos. No pudo parar de pensar en si Mercedes habrá escuchado algo, o presenciado alguna conversación sobre ella, sobre su cuerpo o su inteligencia.
— ¿Vio que no mentía?
Klaus se giró hacia la serena voz que sonaba a su espalada. Mercedes estaba con la cara sobre sus brazos, apoyada en la madera saliente de la ventana, a unos metros de él. Sonreía, como si le divirtiera que él supiera todo lo que decían sobre ella. Klaus tardo un momento en contestar, porque estaba inquieto por su presencia. La joven sonrío mostrando los dientes.
— ¿Le ha sorprendido algo? —continuo ella, sarcástica.
—No —se las arregló para decir —. Veo que usted tampoco.
—Que puedo decir —se encogió de hombros —. Siempre supe lo que decían de mí.