Jamás voy a olvidar esa vez que fui a jugar un partido en la capital y me dieron, repentinamente, unas ganas terribles de echarme a llorar. Había peleado con mucha gente, abriéndole las puertas al enojo y la ira.
Tenía alrededor de trece años. Creo que era aún más sensible de lo que soy ahora. Traté de aislarme, porque había mucha gente en el bus y no quería que me vieran llorar. Fue en vano, por supuesto. Les pedí tranquilamente que me dejaran sola y así lo hicieron todos menos un universitario que no conocía. Tenía la impresión de haberlo visto antes, quizás un par de veces en el club deportivo, pero nunca habíamos hablado.
Me preguntó si estaba bien. Era una pregunta retórica, claro que no lo estaba. Le dije que no se preocupara, que al rato se me pasaría. Evité toda clase de información extra capaz de hacer que mantuviéramos una conversación más extensa de lo necesario. Estaba decaída, incluso quizás deprimida, al borde de estallar completamente. Cualquier clase de contacto podría haber hecho que me desembocara completamente, sin poder parar de llorar.
Él se preocupó por mí. Aunque yo no quería, pasé las dos horas de viaje contándole mi vida entera, sin que me diera una pizca de vergüenza. Ni siquiera sabía su nombre. Esa fue la primera y última vez que lo vi, pero me acuerdo perfectamente de cómo luce, por muchos años que hayan pasado desde aquel día.
Me dijo algo que no creo que pueda olvidar. Recuerdo como, con los ojos llorosos por la conmoción, me tomó la mano y me dijo: "Siempre tienes que tener en mente tus tres prioridades: La primera eres tú, la segunda eres tú y la tercera eres tú. Nunca debes dejar que nada ni nadie se sobreponga a tus necesidades, sentimientos y metas. Prométemelo."
Después de hacer esa promesa, me he preocupado plenamente de cumplirla.
Es increíble como las palabras de un extraño son capaces de cambiarte la vida para siempre. Quizás no recuerde mi nombre, probablemente ni siquiera se lo dije. El hecho de no conocernos en absoluto hizo que fuera capaz de calmarme como nadie jamás lo había hecho. Fue increíble.
Ahora no sé como darle las gracias. Aún tengo la esperanza de que vuelva a saber de mi algún día, de que sepa que estoy justo donde quiero estar, como quiero estar y con quien quiero estar gracias a lo que el me enseñó. Si les soy honesta, me daría vergüenza acercarme a él nuevamente si llegara a reconocerlo en la calle. No creo que recuerde nuestra conversación. De ser él, probablemente, yo no lo haría.
Estas son las cosas de las que me acuerdo cuando escucho música que solía gustarme tiempo atrás. El cambio en mis gustos es drástico. Me sorprende hasta a mí como de una cosa puede pasar a otra muy distinta tan rápido.
Es aún más increíble el número de veces que me ha pasado.
En mi antigua lista de música está el disco Torches de Foster The People completo. Hay una larga historia detrás de cada una de las canciones de aquel álbum, pero contarlas me llevaría a una larga travesía a través de los recuerdos que viví con Everett, tema que pienso evitar por un largo tiempo. Acabo de tomar esa decisión, y juro cumplirla: Everett es verdadera historia.
Todo esto hace que mi estómago se revuelva, no me deja parpadear, mi mente se pone en blanco y me cuesta respirar. Por esto mismo, soplo lentamente la punta de mi dedo pulgar, calmándome.
Suelo volverme un manojo de nervios cuando empieza a sonar la canción más conocida del álbum que ya mencioné. Ya no me afectaba tanto como lo hizo en un principio, pero seguía siendo una melodía dueña de mil recuerdos hechos cenizas... O creo que lo estaban.
A veces me pregunto si todo esto ha sucedido en realidad. Suelo confundir el pasado, el presente y el futuro muchas más veces de lo que podría considerarse normal. Me pasa seguido mientras escribo. Olvido el tiempo en el que estoy escribiendo y comienzo a mezclar todo, formando un pequeño caos capaz de confundir a muchos y del que pocos se dan cuenta.
No cambié la canción. No iba a permitirme hacerlo. No me acobardaría esta vez. La deje sonar hasta que el sonido se desvaneció completamente. Ya no era igual que antes, claro que no. Jamás volvería a serlo, aunque quisiera. Desde ahora, siempre será una memoria abrumadora de algo que alguna vez fue un sueño, el paraíso prometido convertido en infierno que todos hemos conocido y deseamos olvidar.
Así sonaron mil canciones más, todas provenientes de un hueco en el suelo bajo un baúl repleto de viejos recuerdos inmersos en un manto difuso de lágrimas y corazones rotos. A veces pienso en volver atrás. Todo era más fácil cuando mi única preocupación era demorarme exactamente cinco días en terminarme mi lectura semanal, aprenderme la letra de todas las canciones de Lana del Rey y descifrar cómo convertirme en vampiro. Una de las pocas cosas que hoy mantengo de esa etapa de mi vida, es May.
May siempre ha sido más que una amiga para mí. Nos conocemos desde que tengo memoria. Hemos crecido como hermanas de distinta sangre, pero con la misma mente retorcida. Llevamos más de diez años aguantando las manías y mañas de la otra, que de vez en cuando, nos lleva a perder la cordura y comenzamos a gritar, siempre terminando cada argumento con un estallido de risas desbocadas, ambas tumbadas en el piso, con el rostro rojo, lágrimas sobre el rabillo del ojo y dolor abdominal por tanto reír.