Corazones Nocturnos

CAPÍTULO 8. Ecos bajo la superficie.

La siguiente semana llegó envuelta en una calma tensa. El lunes, las clases retomaron su ritmo, aunque para Auren, todo parecía distorsionado. Las conversaciones sonaban lejanas, las luces más brillantes de lo habitual, y la presencia de Leo a su lado lo hacía sentirse como si el suelo pudiera abrirse en cualquier momento bajo sus pies.

Leo actuaba como si nada hubiera cambiado, pero Auren notaba la diferencia en sus gestos. Una mirada sostenida por demasiado tiempo. Una sonrisa que no llegaba del todo a los ojos. Una inclinación de cabeza cuando se cruzaban en el pasillo. Era como si se estudiaran desde lejos, intentando descifrarse sin pronunciar palabra alguna.

Cuando Deara se acercó al salir del aula, Auren sintió un alivio inesperado. Su presencia siempre había sido un ancla. Sabía que podía confiar en ella. Ella sabía la verdad, y no lo había rechazado. Pero ahora, incluso con ella, había una nueva tensión. Una chispa que crepitaba en el ambiente, como si todos hubieran sido arrastrados a un juego sin reglas claras.

—Entonces, hoy seguimos —dijo Deara, acomodando su mochila en el hombro—. Tenemos que terminar al menos la mitad si no queremos reprobar.

Leo se acercó desde la entrada del edificio. Llevaba una chaqueta de cuero negra y su cabello marrón estaba ligeramente alborotado por el viento.

—Sí, estoy listo. Vamos. ¡Tengo incluso una botella de zumo intacta para compensar la de la semana pasada!

Deara soltó una carcajada leve y Auren, que los observaba, sintió de nuevo ese retorcimiento en el pecho.

La caminata hasta casa de Deara fue silenciosa, interrumpida solo por comentarios triviales sobre profesores o tareas. Cuando llegaron, el salón los recibió con su cálido aroma a madera y las luces tenues que tanto le gustaban a Deara. En la mesa ya había hojas esparcidas, subrayadores y libros abiertos.

Se sentaron, cada uno con su portátil, e intentaron concentrarse. Pero había algo en el aire, una electricidad que no se disipaba.

Pasada una hora, Deara se excusó para ir a la cocina y traer algo para picar. Auren y Leo se quedaron solos, por primera vez desde la reunión.

Leo giró lentamente su silla, quedando frente a él.

—Así que... vecinos, ¿eh?

Auren lo miró con frialdad, pero sin rabia.

—Tú lo sabías.

—Lo intuí esa noche. Antes no. Nunca había visto un vampiro, y sinceramente... pensé que serías diferente.

Auren frunció el ceño.

—¿Diferente cómo?

Leo alzó una ceja y se encogió de hombros.

—No lo sé. Más... monstruoso. Menos humano. Pero resulta que te molesta que tu amiga se ría conmigo. Que prefieres leer en silencio antes que hablar. Que te alejas de todos, como si te doliera estar cerca. Y eso no suena a monstruo. Suena a alguien roto.

Auren sintió que algo ardía en su pecho, pero antes de contestar, Deara regresó.

Traía un plato con frutas y dos vasos de zumo. Al verlos mirándose con esa tensión, arqueó una ceja.

—¿Me perdí de algo?

—No, nada —dijeron ambos al unísono.

La tarde pasó con avances lentos. Cada tanto, Auren observaba a Deara reír con Leo. Notaba sus miradas. Su cercanía. Y aunque no quería admitirlo, una parte de él deseaba interponerse. Decirle a Leo que se alejara. Que ella no era para él. Que era demasiado buena para alguien que, como él, ocultaba colmillos y un instinto salvaje.

Alrededor de las ocho, Deara recibió un mensaje en su teléfono. Sus padres llegarían pronto, y les pidió que se fueran para evitar preguntas incómodas.

En el camino de regreso, Auren y Leo caminaron en silencio. El cielo estaba despejado, y la luna, llena, iluminaba las calles como si supiera que algo estaba a punto de cambiar.

Cuando llegaron frente a sus casas, Leo se detuvo.

—Mira, no sé qué piensas de mí. Pero yo no maté a tu madre.

Auren se quedó helado.

—Yo... no dije que...

—No necesitas decirlo. Puedo verlo en tus ojos. Cada vez que me miras. Es como si tuvieras miedo de mí. Como si esperaras que me transformara y te destrozara en cualquier momento.

Auren bajó la mirada.

—Vi a mi madre morir por lobos. Tenía cinco años. Desde entonces... simplemente no puedo confiar en ellos.

Leo respiró hondo.

—Entonces mírame. Y dime si ves al monstruo que mató a tu madre.

Auren lo miró. Directo a los ojos. Marrones, profundos, honestos. No había malicia en ellos. Solo una incomodidad real, una humanidad dolorosa.

—No lo veo —admitió.

Leo sonrió levemente.

—Bien. Porque tampoco veo a un monstruo cuando te miro a ti.

Ambos se separaron en silencio, cada uno entrando a su casa. Pero esa noche, ninguno de los dos cerró las cortinas. Se veían desde sus habitaciones, iluminados por la misma luna. Observándose. Conociéndose.

Y quizás, comenzando a confiar.




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