Corona de Oro

VIII

No sé cuánto tiempo pasó hasta que el murmullo de todos empacando sus cosas me despertó. Cuando busqué a Aleu con la mirada, la hallé no muy lejos, acurrucada sobre uno de los bolsos durmiendo. Traté de despertarla y la moví por el hombro. De inmediato, ella lanzó un manotazo y balbuceó.

—¿Puedo dormir cinco minutos más? ¡No! ¡Mejor que sean treinta! 

—A menos que seas capaz de seguirnos el rastro —mascullé.

Ella infló las mejillas con desagrado y se enderezó. Su pelo salió disparado en todas direcciones. Parecía un nido de ave. Uno realmente feo. 

—Extraño mi hogar, señor Reagan —protestó—. Extraño mi ropa, mis juguetes, mi abuela y mi mamá…¡E incluso extraño a Larry, incluso si no me dejeaba comer los dulces escondidos y me llamaba mocosa de mierda!

—¿Quién era Larry?

—El cocinero.

—¿Y él te llamaba así? —no pude evitar preguntar. 

Ella asintió con severidad.

—Me decía montones de palabras feas, incluso una vez me llamó “reencarnación de Lucifer” —relató, mientras trataba de peinar la mata que llevaba por pelo—. Pero solo fue una vez, cuando sin querer quedé atrapada encima de una alacena. Se cayeron todas las vajillas de porcelana de mamá.

Levanté una ceja a tiempo que me abrigaba con mi anorak. A mi parecer, “reencarnación de Lucifer” casi era una definición perfecta si tenía en cuenta todo lo que ella relataba. 

—¿Cómo demonios hicistes para quedar atrapada encima de una alacena? 

—Bueno, yo sé que Larry escondía todos los dulces en algún lado —afirmó, demasiado seria—. Siempre se los guardaba para él solo y se los comía cuando creía que nadie miraba. Solía golpearme con una cuchara si me atrapaba husmeando en la cocina. Creo que le gustaba hacerlo. 

Me encogí de hombros y eché un vistazo a mi alrededor, notando como la mitad de nosotros ya estaba esperando afuera para partir.

—Los adultos son una mierda —opiné.

—Usted es un adulto, señor Reagan —dijo.

—No me llames señor —repliqué entonces, mientras terminaba por juntar lo que quedaba de nuestras cosas—. No soy viejo. 

—Sí que lo eres —contestó ella—, eres muy alto. ¿Cuántos años tienes?

—No los suficientes para que se me dirija como señor —afirmé—. Anda, apresúrate o nos quedaremos atrás. 

—Sí, señor. 

Resoplé.

En cuestión de poco tiempo estuvimos todos afuera, caminando en la larga noche, guiados únicamente por una lámpara de aceite que Martha llevaba a la cabeza del grupo. 

Nosotros íbamos al final de todo, con la nariz goteando y los brazos entumecidos por el frío helado. Aleu, naturalmente, iba sostenida firmemente a mi mano. Joe se nos había acercado para tratar de entablar charla con nosotros, en especial con Aleu, que hasta entonces parecía ser la única capaz de seguir sus intensos monólogos y su buen humor. Sin embargo, Joe no iba solo, sino que lo acompañaba otro chico llamado Tony. Él era especialmente callado. 

Más adelante de nosotros Elena iba de la mano con su presunto hermano, Sammy. Los dos cerca de la luz y por consecuencia de Martha. Creí verlas intercambiar palabras de vez en cuando; no supe decir muy bien de que, pero… Elena había desviado su mirada un par de veces en mi dirección. Había empezado a preocuparme, tal vez estaban hablando de mí. Había algo que no les convencía; seguramente les había caído mal o simplemente no confiaban en mí y estaban buscando la mejor manera de dejarme varado a la primera. 

Estás exagerando las cosas, me dijo la voz en mi cabeza. Traté de deshacerme de esas ideas y me esforcé para convencerme de que de hecho, esa voz tenía razón. 

El resto del grupo era silencioso, o sólo cauteloso. A veces oía una pregunta lanzada al aire y a alguien que respondía, otras veces solo susurros. 

La verdad era que Nome quedaba lejos de Salomón, lo suficiente para que nos tomara un día entero llegar. Seguramente habríamos tardado menos de no ser por los varios descansos que tuvimos que tomar en el medio; sin embargo, el tiempo me sirvió para aprender sobre a dónde irían y cómo lo harían.

Nos encontraríamos con otros metamorfos gracias a un contacto, y luego seríamos transportados en un vuelo hasta Anchorage. A partir de ahí, tendríamos que hacer todo nuestro camino hasta la frontera entre Canadá y Estados Unidos.

En cierto momento, escuché a Joe contarle a Aleu sobre el refugio. Él dijo el nombre del hombre que se suponía nos llevaría hasta ahí: John Farrell, un metamorfo con años de experiencia en el contrabando. El niño dijo, bajo un tono de máxima confidencialidad, que John Farrell había sido una especie de delincuente en su juventud. 

—Tony incluso una vez escuchó decir a alguien que John Farrel estuvo en la cárcel, ¿no es así, Tony? —Joe se giró hacia su amigo que iba con cara de pocos amigos—. Yo apuesto a que tuvo que asesinar a alguien al menos una vez en su vida.

—Asombroso —opinó Aleu con una sonrisa. 

Me reservé de hacer algún comentario al respecto, pero mi mente se preguntó de manera vaga si debería preocuparme que ella en realidad considerara estar en la cárcel como algo "asombroso''.




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