Corona de Oro

XII

—Está muerto —afirmó Tony como si eso no fuera una mala noticia—. Tuvimos que parar cuando lo sugerí, una hora atrás. 

John le lanzó una llave mecánica que Tony atrapó con destreza. 

—Sabes que esa no era una opción. 

—Y ahora estamos aquí. 

—No seas un maldito sabelotodo conmigo, niño —advirtió John, señalandolo con un dedo acusador. Cerró el capó con un prolongado suspiró y luego se giró hacia todos nosotros, que contemplamos el panorama desfavorecedor desde una distancia prudente.

El camión se había roto a mitad de la autopista Alaska que atravesaba el terreno silvestre que era el Yukon. Con esa nieve, la carretera estaba desierta, si no contamos la gran cantidad de pequeños pinos y árboles que la rodeaban desde los terrenos altos. Más adelante se abrían las grandes e imponentes montañas nevadas. 

—Parece que este simplemente será uno de esos viajes —se lamentó Martha.

John estuvo de acuerdo.

—Así lo parece. —Él pasó una mano a lo largo de su rostro—. Estamos jodidos. 

—¿Qué se supone que hagamos ahora? —Me animé a preguntar entonces, sin poder ocultar mi tono de mal humor. El frío calaba los huesos y parte de mi cuerpo entero permanecía resentido después de tantas horas dentro de ese incómodo camión.

John y Martha se miraron entre ellos con resignación, como si los dos estuvieran pensando en la misma cosa. Martha negó con la cabeza y comenzó a quitarse su abrigo a medida que fue rodeando el camión. Las prendas fueron cayendo sobre la nieve una por una. Ella se escondió tras él y dijo:

—Ahora lo único que nos queda es caminar —decretó con amargura—. Pondremos en marcha un plan de respaldo que solemos llamar: El Ave Guía. 

—Nunca lo llamamos así, Martha —resopló John antes de cruzar los brazos sobre su pecho. 

—¿Y en qué consiste?

John Farrell se dio la media vuelta para comenzar a mirarnos a todos con severidad. Él carraspeó.

—El plan es seguir el rastro del ave, en este caso, Martha —Y justo entonces un ave de tamaño mediano, con plumaje blanco excepto en la cabeza, donde las plumas destellaban en la ausencia de color, brotó desde donde Martha había estado y sobrevoló hasta posarse sobre uno de los espejos del camión—. Ella tomará la delantera del viaje; su sentido de orientación le permitirá continuar y nosotros tendremos que seguir su rastro, pero para eso necesitaremos a animales con un gran sentido del olfato, ¿está bien? Quienes tengan una nariz aguda den un paso al frente. 

—Malditos grupos —refunfuño Joe a mi lado—, odio ir en grupos pequeños, lo detesto. 

—No seas gallina —repliqué con burla, haciendo uso del mismo término que él había utilizado un par de días atrás, a lo que él solo me respondió con una mirada molesta. 

—Volveremos a pegarnos a nuestra dinámica de cuatro —nos informó John—, ni uno más, ni uno menos. No quiero que se relajen solo porque podrán esconderse entre unos cuantos árboles, porque aquí será mucho más fácil perderse. 

 

˗ˏˋ ♕ ˎˊ˗

 

Las nubes se habían dispersado poco a poco. El sol destellaba por primera vez en días y hacía que mi piel se sintiera dichosa por su calor. Bajo él, la nieve brillaba y los pinos tomaban un color más vívido. Conforme habíamos avanzado más y más hacía Canadá, las horas del día se habían ido tornando más prolongadas y yo no me había dado cuenta de eso hasta entonces; en parte me hacía sentir como si estuviera dejando todo lo malo atrás. El sol, vivir de nuevo en el día  tras haber pasado noches eternas casi era como recibir unas agradables palmadas sobre mi espalda. El tipo de palmadas que le darías a alguien de quien estás orgulloso por haber sobrevivido. 

Estábamos muy cerca de lograr dejar Alaska, y por un segundo me pregunté si tal vez Harold habría estado feliz por mí. O si Donna o Walter lo habrían estado. Deseé poder saber.

Inhalé todo el aire que mis pulmones pudieron abarcar y luego lo dejé ir muy lentamente. El olor de los pinos era denso e hizo que mi nariz ardiera, pero aún así lo disfruté.

Era Elena quien iba delante de mí. Caminaba arrastrando los pies y llevaba a su hermano colgado desde su espalda con gran firmeza. Por otro lado, Aleu era quien había tomado la delantera. En su forma de cachorro guiaba nuestro camino y seguía el rastro de Martha con eficacia. Por suerte, el pelaje del perro era café y brillaba con tonos rojizos bajo el sol, lo que lo volvía fácil de ver incluso a la distancia. 

Antes, cuando Elena nos eligió para ir en grupo, no me sorprendí demasiado; en el fondo casi me lo había esperado. Lamentablemente nos unía algo en común. 

Cuando todos habían empezado a formarse, ella se nos acercó de la mano de Sammy. Ella nos sonrió, pero fue una sonrisa tensa, de labios presionados entre sí y que jamás alcanzó a sus ojos.

—Mejor que los condenados vayan juntos, ¿no lo crees, Bambi? —me dijo.

En realidad yo discrepaba completamente de aquella opinión, pero no tuve el valor de decirlo. Sin su humor habitual…. Bueno, Elena daba mucho más miedo que antes aunque me costase admitirlo.  No me apetecía ni un poco tener que viajar junto a la leona y su hermano menor —a quien solía llevar encima como a  una silenciosa garrapata—, pero al final no me quedó más remedio que aceptar  y hacerlo.




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