Las plantas y los árboles soltaron movimientos reprimidos por décadas atrapando el viento en sus hojas frescas y aromáticas flores. Ellas danzaban al presenciar la dulce melodía proveniente de las arpas de las musas del sonido, la alegría y el saber.
Se conmemoraba un año más de paz, para ser exactos noventa y nueve años, sin conflictos entre hermanos causados por escudos y banderas, por territorios, por banales intereses que acabó con millones de millones, tanto culpables como inocentes.
Los presentes llevan en su memoria a las razas que se extinguieron por culpa de alianzas y declaraciones bélicas que nada aportaron a este mundo frágil y tranquilo. Se les ve en los ojos al suspirar.
El recuerdo sigue intacto, tan vivo en mí. Esos rostros que irradiaban risas de felicidad, prosperidad y una total fraternidad entre distintas especies. Podía sentir el amor en el aire durante aquel inolvidable recibimiento de la primavera entrante.
Me percaté que nadie del valle había faltado contando a cada participante en la ronda tradicional, fue inesperado, en un descuido ya estaba disfrutando unida en la algarabía de la extensa ronda.
Aquel día conocí a Jetry Montier. Un simpático Dulrún, pariente de gnomos del campo. De saltones ojos esmeralda y rostro amigable, con orejas finas y en punta, de plateados cabellos ensortijados mezclados con largos mechones blancos. Un desigual peinado que lo hizo inconfundible en mi vida a partir de entonces.
Era nuevo en el pueblo. No habló con nadie desde el día que llegó, pero ese día de celebración se me acercó. Me entregó tembloroso un calefín y una doria, que eran una corona hecha de unas hojas nativas parecida al laurel, en medio iba otro producto sagrado para de ellos, una fruta con forma de manzana y de pera a la vez. Todo esto en una fuente de plata con hermoso diseño. La tradición consistía en invitar a alguien para ser tu pareja y así pasar juntos el resto de la festividad, sin obligación, esto hacía que ambos no la pasen sin compañero. A tal inocente cortesía no me pude negar. Jamás me arrepentí. Aunque ya tenía adolorido los pies, no fue impedimento. Yo traía un vestido azul de seda, él lucía los típicos tirantes confeccionados para la ocasión.
Las horas pasaron. La noche se resistía a dar paso al amanecer. Intentamos buscar sitio en las largas mesas de banquetes. Fue entonces que trayendo algo de tomar, surgió el inoportuno encuentro. Nos cayó encima una escolta de alto rango del ejército Ridvaens. El más imponente, líder a cargo, bajó de su caballo protegido de una armadura brillante y reforzada imponiendo temor. Los demás en silencio.
Dio unos paso hacía mí y dijo:
—¡Qué linda niña! ¡Qué hermosa, hermosa, hermosísima eres! Serás una belleza. Un digno premio para mi hijo, el futuro rey de Maherios.
Es ahí que todas las pesadillas se hicieron realidad.
Yo tenía seis años.
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Editado: 25.03.2019