La madrugada apenas se retiraba del horizonte, dando paso a un amanecer sereno, cuando un par de risitas traviesas rompieron la quietud del hogar de los Harrington. Avanzaban de puntillas por el pasillo, rumbo a la habitación donde Marcos dormía.
—¿Lista para la fase uno? —susurró Owen, lanzándole una mirada cómplice a Valeria.
Ella asintió, abrazando con fuerza el bote de nata como si fuera un tesoro invaluable. Su emoción era tan evidente que apenas podía contener la risa.
—Súper lista, capitán —respondió en voz baja, esbozando una sonrisa traviesa.
Empujaron la puerta con cuidado. Un crujido los hizo detenerse y asomar la cabecita para comprobar si el "muñeco de nieve" seguía dormido. Una vez confirmado, avanzaron en silencio, tapándose la boca para no soltar carcajadas.
—Operación "Muñeco de Nieve" en marcha —anunció Owen, arrodillándose junto a la almohada. Agitó el bote, mientras Valeria comprobaba que el objetivo permanecía inmóvil. El pequeño disparó un pshht directo al rostro de su tío.
Marcos dormía de lado, con una mano bajo la almohada y el ceño apenas fruncido. Se removió al sentir algo frío en la nariz. Luego escuchó una risita ahogada. Otra ráfaga helada le rozó la barbilla, haciéndole rascarse con los ojos cerrados.
—Es un muñeco de nieve dormido —susurró Valeria, tapándose la boca para no explotar de risa.
—Es Papá Noel después de atiborrarse de galletas de la yaya Cris —añadió Owen, rociando otro chorro de nata sobre su frente.
De pronto, el "muñeco de nieve" gruñó, frunció el ceño, inspiró hondo, untó el dedo en la nata y se lo llevó a la boca. Sin abrir los ojos, murmuró con voz ronca:
—¿Por qué tengo nata en la cara?
Los niños estallaron en carcajadas.
—Más vale que corráis, pequeños demonios.
Se quedaron paralizados. Valeria soltó un gritito, y Owen casi dejó caer el bote.
—¡Corre! ¡Hora de ponerse a salvo! —gritó Owen divertido, tirando de la mano de su mejor amiga.
Rodaron como croquetas hasta el borde de la cama, bajaron de un salto, abandonaron el bote en el suelo y salieron disparados por el pasillo, despertando a media casa.
—¡Nos descubrió! —chilló Valeria entre risas, mientras corrían hacia las escaleras como ratoncitos en estampida.
Unos pasos más torpes resonaron tras ellos. Marcos apareció en el pasillo, despeinado, con el rostro, el cuello y parte del pijama cubiertos de nata, como si le hubiera explotado una tarta en la cara.
—¡Cuando os atrape, me pediréis clemencia! ¡Os voy a torturar a cosquillas, pequeños elfos! —anunció con una sonrisa torcida, arrastrando los pies aún somnoliento.
Las puertas comenzaron a abrirse una tras otra. Frederick salió primero, con el ceño fruncido... hasta que vio a su hijo embadurnado de nata. Se quedó inmóvil, con una mano en la cintura y la otra frotándose los ojos.
—¿Pero qué demonios...? ¿De dónde vienes así?
Harriet se asomó detrás de su marido y estalló en carcajadas, limpiándose las lágrimas que le brotaban de tanto reír.
—¡Ay, por favor, parece una tarta andante! Solo te falta la cereza en la cabeza —rió aún más fuerte.
Desde otra habitación, Shery apareció con el cabello enmarañado y calcetines desparejados, frotándose los ojos.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tanto alboroto a las siete de la...?
Se interrumpió al ver a Marcos y se apoyó en el marco de la puerta, soltando una carcajada.
—Eso, reíos de mi desgracia, traidores —dijo Marcos, rojo como un tomate.
—¿Alguien me explica por qué parece que viene de una guerra en la cocina de Cristina?
Alejandro fue el siguiente en salir, con una expresión de total desconcierto.
—Esto hay que inmortalizarlo. Déjame pasar, cariño. Voy por el móvil —corrió de regreso a la habitación, y al salir encendió la cámara del teléfono.
—Parece cosa de los niños —añadió Frederick, señalando al final del pasillo.
Los pequeños estaban escondidos tras una planta grande, pero en cuanto Marcos los divisó, salieron corriendo escaleras abajo.
—¡Te dije que saldría bien! —se jactó Owen.
—¡Sí! ¡Parece Papá Noel! —añadió Valeria, girando hacia el salón.
En ese instante, sonó el timbre.
Valeria frenó en seco, girándose hacia la puerta. Abrió sin pensarlo, aún jadeando de risa. Serena estaba allí, con el bolso al hombro y un vaso de café humeante de Cristina en las manos. Venía a recoger a Shery.
—Hola, cielo... —saludó Serena, justo antes de ver a Marcos aparecer en la escalera, cubierto de nata hasta las orejas.
Parpadeó, sin comprender del todo la escena. Luego se le escapó una risa involuntaria, que intentó disimular bebiendo de su taza.
—¿Tú también burlándote de mí? —dijo él, cruzando los brazos con fingida ofensa—. Diría que necesitas un abrazo de buenos días, ¿no? —esbozó una sonrisa ladeada, enarcando una ceja.
—Ni lo sueñes... tengo que ir a trabajar —rió Serena, dando un paso atrás, luego otro. Dejó la taza en el mueble del recibidor, abriendo los ojos como platos al ver que Marcos terminaba de bajar las escaleras—. ¡Marcos, ni se te ocurra!
Pero ya era tarde. Los demás se mantenían al margen, sorprendidos por la complicidad entre ellos y el cambio en Marcos, que se lanzó hacia Serena como un oso polar hambriento de mimos.
—¡Marcos, quieto! ¡Tengo que ir a trabajar! —gritó entre carcajadas, retrocediendo hacia la cocina.
—Demasiado tarde, preciosa. Ya estás en la lista de los implicados —bromeó él, rodeando la isla de la cocina mientras ella huía.
—¡Mamá! ¡Aquí! —gritó Valeria desde la sala.
Serena se escabulló por el pasillo, doblando hacia la sala de televisión, justo cuando vio dos cabecitas asomar detrás del sillón derecho.
Casi logra alcanzarlos, pero Marcos saltó por encima del sofá central, atrapándola por la cintura y restregando su cara empapada de nata contra ella.
—¡Aaaah, no! ¡Estás pegajoso! —rió sin poder detenerse.
Editado: 30.07.2025