En sus diecisiete años de vida, Erik Santillán no había presenciado un hecho tan macabro como el que ahora mismo acontecía delante de sus ojos. La niebla acaparaba todo su campo visual. El árbol, el pasto, la calle y las personas que deambulaban por ella. Todos se desvanecieron en el interior del manto gris que se antojaba infinito. Incluso la melodía urbana resulto acallada.
Sin previo aviso, sintió como si alguien lo estrellara contra una pared y después le estrujara el pecho. Sus rodillas se doblaron. Puntos brillantes, como estrellas, estallaron delante de sus ojos. La mirada perdida, los ojos marrones lucían apagados. Tenía la boca entre abierta y aunque deseaba gritar con todas sus fuerzas, ningún solo sonido logró escapar de su garganta.
Luego un quejido extranjero. A duras penas levantó la cabeza.
A un metro de distancia. La muchacha se hallaba en cuclillas tapándose los oídos con ambas manos. El cabello negro caía a ambos lados del rostro abrumado.
—Mama—Murmuró ella con la voz casi quebrada.
Erik se vio envuelto por una sensación de impotencia. Intentó levantar una mano, pero se había quedado sin fuerzas. Sintió que era su obligación alcanzarla y decirle que todo estaría bien. Pero no sabía si ello era cierto y mentir, era algo impropio de él.
Entre la falta de aliento y la impotencia. Su vista se nubló aún más. Un zumbido hizo tronar sus oídos. Era el fin, se desmayaría de un instante a otro.
Luego la niebla se desvaneció.
Cayó de lado. Inhaló hasta que no pudo contener más aire en los pulmones y después soltó un suspiro aliviado.
Acababa de pasar por un evento muy extraño y aunque ello era un hecho significativo, sus pensamientos no podían apartarse de la chica de medias carmesí y botas negras con punta de metal.
—Aurora—soltó agotado.
DIEZ MINUTOS ANTES
Erik pegó un salto desde la parte trasera del colectivo y trotó trastabillando hasta la esquina de la calle 10 de abril, donde un gentío abrumado por el calor de agosto, esperaba por el cambio de semáforo. A pesar de que todavía era muy temprano. El vapor de agua creaba espejismos sobre el asfalto. Algunas personas se echaban aire a la cara con ventiladores improvisados, mientras que otros se tapaban la cabeza ya fuese con trapos o en el caso de un par de hombres, con sus portafolios.
El sudor se escurría de la frente de Erik, quien comenzaba percibir una picazón en el cuero cabelludo, cubierto por cabello chino de color castaño. Los marrones ojos se le cerraban, los restregó con las yemas de los dedos. La noche anterior apenas había dormido y es que el trabajo en el restaurante, se demoró hasta las primeras horas de la madrugada. Tras lo cual, siguió sin conciliar el sueño y luego de un rato de dar vueltas en la cama, buscó consuelo en una de las tantas revistas de misterio que poseía.
Misterios. Desde pequeño, Erik tenía un interés particular por ellos.
El semáforo cambió a verde. Un sedán gris dio vuelta a toda velocidad y muchos que estaban a punto de cruzar, le mentaron la madre. Erik le restó importancia al incidente, en breve volvió a caminar. La escuela quedaba al otro lado de la cuadra. A lo lejos atisbo el edificio gris de tres pisos de altura. Suspiró, dentro de poco estaría en un aula oscura y húmeda. El piso estaría mojado por el agua que se filtraba de la gotera en el techo, fruto de una tubería rota. Escucharía los mismos malos chistes de siempre, a la vez que buscaría no quedarse dormido en las clases que ni le interesaban. Entre horas, sacaría el libro que llevaba consigo y se pondría a leer un rato, si es que el ruido a su alrededor no resultaba ser ensordecedor.
Sí, todo ello conformaba su vida normal.
Y solo le faltaba un último obstáculo para llegar a ella.
A media distancia desde la esquina de la calle, hasta el instituto técnico de Coral. Se hallaba una casona en estado de abandono.
La casa de la segunda mujer.
Construida a principios del siglo XX. La vivienda de dos pisos y de diseño entre Art Deco y colonial. Era la sede de una de las historias que más había llamado la atención del muchacho: la segunda mujer.
Alrededor del año 1957. Una mujer de mediana edad se mudó a dicha casa, la cual, poco antes había pertenecido a un comerciante venezolano que partió a su patria.
Poco se sabía de la fémina. Los pocos que la habían visto decían que era de tez clara, ojos de color, buen cuerpo—según los hombres—y además bastante educada, véase intelectual para una mujer de sus tiempos. Lo cierto era que la información más fiable al respecto, provenía de los niños que le llevaban la compra de la semana. Según ellos, era la mujer más hermosa que habían visto. Por supuesto, las mujeres de la cuadra—celosas y envidiosas por tal hecho—argumentaron que esas afirmaciones eran meras fantasías, influenciadas por supuestas recompensas que la segunda mujer les daba a los niños en forma de golosinas.