Crónicas De Ares Drakónis

EXTRA

Punto de vista de Ares Drakónis

Jamás pensé que me interesaría alguien. No de verdad. No de esa forma que duele, que consume, que transforma y descompone. Creí que lo había dejado atrás, junto con la carne abierta de mis primeras víctimas, junto con los susurros de Agios Theron, con los huesos que enterré bajo mis botas mientras construía mi nombre. Yo no nací en cuna ni en tumba. Nací en un experimento. Fui número antes que niño. Fui dolor antes que conciencia. Lo que siento, lo que pienso, lo que deseo… todo ha sido forjado a través de torturas, traiciones y una oscuridad tan espesa que incluso la luz me parece una amenaza. Por eso no amo. Por eso no dudo. Por eso, cuando escuché aquella frase… todo mi equilibrio interno comenzó a crujir.

Yo estaba en mi club privado en el centro de Atenas. Mi refugio. Mi santuario de poder. Un espacio hecho para recordarme lo lejos que había llegado. El mármol negro reflejaba las luces bajas, las cortinas pesadas aislaban cualquier sonido del exterior, y las copas de cristal tintineaban como campanas fúnebres. Me encontraba con Yannis, uno de mis abogados más antiguos, más serviles, más dóciles. Hablaba como si cada palabra fuese importante, aunque sabía que para mí no lo era. Mencionaba terrenos, conflictos legales, licencias de propiedad. Yo bebía mi whisky lentamente, sin escuchar. No me importaban los detalles. Yo ya había ganado. Yo ya era el dueño.

Y entonces dijo:

—Esa chica trabaja como una bestia en el viñedo… lo hace todo por su hermano. Es como si no viviera para ella misma.

Al principio fue solo eso. Una frase, una piedra lanzada al océano sin intención. Pero dentro de mí no cayó en agua. Cayó en ácido. Algo en esa descripción tan simple, tan aparentemente irrelevante, me perforó. No por ternura. No por compasión. Esas emociones no me visitan. Fue por algo distinto. Algo visceral. Una especie de hambre distinta a la que conocía.

Mi mente, que había sido moldeada para calcular asesinatos, operaciones, ganancias y traiciones, comenzó a trazar una silueta. Sin rostro, sin nombre, pero con una energía definida. Una mujer joven, aislada, exhausta, determinada. Una fuerza tranquila que no pedía nada. Que no necesitaba nada. Que no gritaba. Que simplemente existía. Sin rogar. Sin esperar. Sin odiar. Aquello me pareció… monstruoso. Y por eso, hermoso.

Esa noche no dormí. Intenté. Tenía a mi lado a una mujer cualquiera. Una de esas de piernas abiertas y ojos vacíos. Pero no pude tocarla. No pude mirar su piel sin ver a otra mujer inexistente trabajando en silencio entre los surcos de un viñedo. Me senté en la cama, bebí otro trago, observé la ventana durante horas. Y en cada uno de esos minutos, sentí cómo una parte de mí que había estado muerta comenzaba a removerse. No era ternura. Era ansiedad. Era necesidad. Era la certeza insoportable de no controlar algo dentro de mí.

Di la orden sin pensar. Llamé a Markos. Le di una instrucción ambigua: “Santorini. Viñedos. Una chica. Se encarga de su hermano”. Nada más. Lo demás dependía de él. Sabía que lo encontraría. Markos siempre encontraba lo que yo necesitaba. Muertos, mentirosos, fugitivos, sombras. Pero esta vez… era distinto. Esta vez ni yo sabía lo que buscaba. Solo sabía que existía. Y eso bastaba para que me obsesionara.

Pasaron tres semanas. Veintiún días de pura tensión. Mis manos, entrenadas para la violencia, temblaban al no poder golpear una respuesta. Mis rutinas se volvieron erráticas. En reuniones, mis pensamientos volaban. En las calles, mis ojos buscaban viñedos donde no había más que concreto. El imperio que había construido se sentía inútil si no encontraba el origen de esa fisura. Porque eso era: una grieta. Una fuga en la armadura. Un agujero que dejaba escapar una parte de mí que no reconocía.

Y entonces, una noche, Markos regresó. Me entregó un sobre manila. Lo hizo sin palabras, como quien le ofrece un arma a un soldado que aún no sabe que va a la guerra. Yo no lo abrí de inmediato. Lo sostuve. Lo sentí respirar. Sabía que dentro había algo que podía descomponerme por completo… o completarme por primera vez.

Sobre manila. Tinta negra. Letras mayúsculas. Su nombre:

ELENA MOURATIS.

Lo abrí. Y vi su foto.

Era ella. Aunque nunca la había visto antes. Era ella. Su rostro no sonreía. No posaba. Era una captura natural, mal iluminada, torpemente encuadrada. Y sin embargo, cada línea de su rostro me golpeó como un recuerdo que no me pertenece. Su mirada, cansada y firme. Su cuerpo, pequeño y fuerte. Su expresión, sin súplica. Solo existencia pura. Una mujer que no se sabía observada. Y que, por eso, era perfecta.

Y entonces supe que jamás volvería a respirar igual. Porque había encontrado algo que no podía poseer con dinero. Algo que no podía amenazar. Algo que no podía matar. Y por eso, lo quería. No por ternura. No por amor. Por algo mucho más profundo: hambre.

La misma hambre que me salvó del abandono. Que me sostuvo en Agios Theron. Que me empujó en los muelles. Que me llevó a gobernar con puño de hierro y lengua de serpiente. Esa hambre, esa maldición, ahora tenía nombre: Elena.

Y si el mundo me pidiera elegir entre ella y el aire… dejaría de respirar sin pensarlo.




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