Joseph navegaba de regreso a su país natal a bordo del buque Marsella. Emocionado, ordenó a su tripulación reunirse en el comedor para celebrar su regreso a casa luego de un largo año en altamar. No era sorpresa para nadie que el ahora capitán tenía pensado renunciar, así que los marineros le hicieron una despedida muy emotiva. Joseph no contaba con el detalle de la tripulación, quienes no dudaron en homenajearlo como agradecimiento a su buen trabajo como capitán.
Entre lágrimas y sollozos, Joseph daba las gracias a sus tripulantes y les decía que nunca dejaran de seguir sus sueños y cosas así. Verlander veía en cada uno de esos hombres una pequeña parte de él cuando tan solo era un joven marinero mercante. Aquel joven que soñaba con encontrar el amor y que ahora sabía que lo esperaba en el puerto junto a sus amados gemelos.
Horas más tarde, lentamente el Marsella se acercaba al puerto de Brisbane, lugar en el que, como era de costumbre, Lumina esperaba por su amado el día de su regreso a tierra firme. Emocionada, la princesa veía con un inmenso brillo en sus ojos como el barco se acercaba lentamente al puerto. Sabía que su esposo la miraba desde la proa, así que, desde la distancia aquella mujer abrió sus brazos como señal de bienvenida. Joseph imitó lo que su esposa hacía mientras que, a su espalda, los marineros bailaban y celebraban por su tan esperado retorno.
Al anclar del buque, el capitán Verlander bajó con su equipaje hasta llegar con Lumina. Soltó la maleta para cargar a su esposa mientras esta sonreía con ternura. La tripulación era testigo de tan hermosa escena, admiraban el modo en el que los Verlander se amaban y podían notar que ese amor era puro y verdadero.
—He vuelto de mi último viaje al mar —manifestó Joseph —Ya no me alejaré de ti, finalmente pasaremos más tiempo juntos. —Al percatarse que sus hijos no estaban en aquel lugar, Joseph preguntó por ellos ya que Cristopher y Jocelyn nunca faltaban al puerto para recibir a su padre.
—Los gemelos están en Nueva Parténope con Eudora y la hija de Evan —manifestó Lumina —hicieron un banquete.
—¿Y tú por qué no estás allá? —cuestionó Joseph, a lo que Lumina respondió
—¿Quién te iba a dar la bienvenida hoy? —comentó la mujer —además, la celebración será por varios días, así que descansa hoy y mañana viajamos a la isla para acompañarlos.
Joseph tomó sus cosas y con ayuda de Lumina camino hasta salir del puerto para regresar a casa. Horas más tarde, el navegante salió a casa de sus padres para saber si estaban bien. Con el correr de los años los señores Verlander ya no podían valerse por sí solos. Eugene poco a poco perdía la vista y Judith padecía del mal de Parkinson, por lo que todos sus familiares se estaban preparando psicológicamente para su muerte. Joseph decidió pasar largas horas junto a ellos, les preparó comida y estuvo al tanto de sus medicinas. Al caer la noche, el capitán Verlander regresó a casa para descansar y estar con su esposa.
Al mismo tiempo que la luna reposaba sobre el firmamento australiano, los tritones compartían en Nueva Parténope. No había un motivo como tal para celebrar, solo que la felicidad reinaba en el lugar desde que Atolón decidió dejar en paz a la gran nación del Pacífico. El principal invitado era el príncipe Adón, quien logró convencer a su padre de dejar la idea de acabar con Tritonia por una causa injusta.
Tritonia veía aquello como un acto de independencia o algo parecido, pues a pesar del tiempo transcurrido desde su último encuentro, los Maranios decidieron realizar una tregua. El rey Atolón hizo un pacto con los reyes de la gran nación: Traimor y Amaranta. Ambos reinos acordaron no atacarse mutuamente a menos que uno rompiera el pacto y arremetiesen en contra del reino opuesto sin razón.
Por tal motivo era que los tritones celebraban durante días sin parar. Adón comprendió que, durante todo el tiempo de constantes peleas entre su país y el país vecino, el principal problema era su abuelo, pero su padre logró superarlo a tal punto de causar daño incluso a su propia familia. El joven príncipe recordaba con nostalgia a su abuelo, el rey Maher. Por un momento dejó caer una lágrima debido a la nostalgia que le causaban los recuerdos del único ser que, pese al resentimiento que dominaba su corazón, le enseñó el significado del amor y el perdón.
—He estado observándote desde hace varios minutos ¿Por qué estás llorando? —habló Jocelyn —¿Hay algo en lo que te pueda ayudar?
—No, es solo que recordaba a mi abuelo y lo injusta que fue mi familia con la tuya por una causa ridícula. —manifestó el príncipe maranio.
—¿Sientes vergüenza? —interrogó Jocelyn
—En cierto modo —suspiró e inclinó la mirada por aquel sentimiento de culpa que lo agobiaba pese a ser víctima del odio de sus padres —algunas veces no puedo vivir con ello.
—No tienes porqué sentirte culpable de lo que pasó —comentó Jocelyn en su intento por animar a aquel príncipe que en más de una ocasión le hizo sentir pánico. La joven se puso de pie y caminó hasta acercarse a sus amigos, pues pensó que tal vez Adón quería estar solo un momento.
Por su parte. el príncipe maranio decidió dar un paseo cerca del mar. En cierto modo creía que no debía estar en Nueva Parténope pues, no pertenecía a ese lugar. La razón por la que aceptó la invitación a la fiesta fue porque sabía que podía encontrarse con su tío Evan, pero este estaba a varios kilómetros de la costa, en una isla cercana realizando labores de buceo.