Erwin Schrödinger
Nota.- Este relato surge como consecuencia de un concurso organizado en un foro de RPG Maker, en base a las siguientes condiciones: debe aparecer una chica de menos de 16 años, un gato, un juguete y algo verde. El resultado de mi adaptación es éste.
Ruth Georgie Erica era una niña con escasa paciencia. Después de haber estado jugando durante un buen rato con su muñeca, acondicionando con todo lujo de detalles la casita donde la mantenía, se empeñó, con buena intención, pero poco discernimiento, en hacer lo propio con Bolita. Bolita era un lindo gatito, suave y ronroneante, quizás un poco perezoso. Sin embargo, cuando le urgían o lo atosigaban físicamente, sacaba a relucir toda la furia de sus antepasados felinos y lanzaba las garras ciegamente, sin reparo alguno.
Ruth había querido proporcionarle un confortable y cálido hogar, arreglando para ello una caja de zapatos pintada, previamente, de un color verde hierba muy agradable.
Esa mañana, Ruth intentaba, con gran tozudez, introducirlo a la fuerza en la bonita caja predestinada a ser su morada.
-¡Estáte quieto, Bolita! –decía la chiquilla, enojada, mientras lo empujaba al interior de la caja de cartón, colocándole la tapa como sombrero.
Sin embargo, el gato refunfuñaba y mientras más fuerza hacía la niña para mantenerlo dentro de la caja, más bufaba el animal hasta que, por fin, dio un estridente y desesperado maullido y clavó sus uñas en la mano de la chiquilla.
-¿Qué sucede, Ruth? –gritó su padre, alterado, desde el despacho contiguo-. ¡Así no se puede trabajar! ¡Deja al gato tranquilo, lo vas a matar!
Ruth lloraba silenciosamente, acariciándose el rojo arañazo de su mano, mientras miraba al gato con odio, por entre el río de lágrimas. La niña frunció el entrecejo y rechinó los dientes. Evidentemente se disponía a darle su merecido al animal.
Sin dejarle tiempo para reaccionar, se abalanzó sobre él y sin preocuparse por la barahúnda de maullidos y bufidos, ni por el dolor provocado por los desesperados rasguños que le infligía Bolita, lo lanzó con gran decisión al fondo de la caja y colocó la tapa con la mayor rapidez que pudo, manteniéndola presionada con toda su fuerza.
Ya llegaba su padre, alarmado por el bullicio, y pudo ver la cara llorosa, pero sonriente, de su hijita, orgullosa de la victoria obtenida con tanto sufrimiento.
-¡Santo cielo! ¿Qué lucha se ha desarrollado aquí? –exclamó el buen hombre- ¡Fíjate cómo tienes las manos! ¡Y seguro que has matado al gato...!
-¡No, papá! ¡Eso no, te lo juro! ¡El gato está vivo...! –lloriqueó la niña.
-Habrá que ver qué le has hecho –le reprochó su padre, inclinándose sobre la caja mientras la niña quitaba sus manos de la tapa y se apartaba un tanto.
-¡Yo no le he hecho nada! -protestó Ruth- ¡Abre la caja, pero no dejes que se escape!
Su padre se agachó completamente y levantó la tapa levemente, con sumo cuidado. Nada se movía dentro.
El hombre destapó la caja por completo y...en el fondo reposaba el gato, evidentemente, muerto.
El padre de la niña iba a levantar la cabeza para darle una buena regañina, pero desde el primer momento percibió que algo iba mal. Los muebles de la habitación no estaban dispuestos a la manera de siempre. Lleno de asombro, se volvió para enfrentar a su hija mas, en su lugar, un niño rubio, bastante desgarbado, se retorcía las manos con angustia. Parecía esperar algún tipo de castigo paterno.
-¡No ha sido culpa mía, padre! –hipaba, desconsolado- ¡Era un gato desobediente!
Al hombre le parecía estar viviendo un sueño. Más bien una pesadilla, que se le confirmó cuando, de pronto, se abrió una puerta lateral y apareció en la estancia una mujer completamente desconocida para él, tocada de cofia y delantal. Con el pomo aún en la mano, anunció desganadamente:
-El almuerzo está en la mesa, señor Schrödinger...