Anoche vino Tío Emilio a reprocharme una sarta de pavadas. Que yo lo había empujado decía. Eso es mentira. Aparte, pasó hace casi cincuenta años. Yo tendría cuánto...? diez, once? Y él cerca de los setenta, porque había nacido en el siglo pasado. No, me corrijo. En el siglo pasado, ahora, nací yo. El había nacido a fines del XIX. Increíble que yo haya conocido a alguien que nació dos siglos antes, y que encima fuese mi tío. Mientras escribo esto, recuerdo que hace tiempo ya había escrito al respecto. Uno empieza a repetir las cosas. Pero -me atajo- no es síntoma de vejez en tanto uno se acuerde que ya lo dijo. Como sucede en este caso, que lo busco, lo encuentro, y lo reproduzco acá:
“Ahora es común, pero cuando yo era pibe resultaba curioso conocer a alguien del siglo anterior. Mi tío Emilio era un personaje curioso. No sólo por haber nacido en 1898. Sus excentricidades varias -al igual que las de cada uno de mis tíos- darían como mínimo para un cuento. Acá sólo me voy a referir a una. Tío Emilio era bajito, y caminaba encorvado, mirando el piso. Además, si bien yo lo conocí jubilado, había sido sastre. Todo esto redundaba en que anduviese siempre cerca del suelo y que tuviese el don, además, dado su oficio, de fijar la atención en objetos pequeños. El cajón de su mesa de luz -y en esto radica la excentricidad anunciada- estaba repleto de porquerías recogidas en la calle: medallitas, cadenitas, hojas sueltas de una Biblia, chapitas de Crush, etc. Hace un rato, bajaba del auto y vi tirada en un charco, junto al cordón de la vereda, una letra de metal. Calculo que se debe haber desprendido de algún Ford, o Rambler, o cualquier coche antiguo cuya marca llevase la ere. La recogí, la limpié, y ahora luce en un estante del altillo. In memorian Tío Emilio.”
De alguna manera, pienso, estoy cumpliendo el propósito que me surgió hace tiempo. Lo de escribir un cuento con mi Tío Emilio, digo. Aunque no estoy seguro que esto vaya a ser un cuento. Porque lo que en realidad yo quiero, es aclarar que lo del empujón no fue como él lo contaba anoche. En principio, mirá si un pibe de diez años iba a empujar a un viejo con bastón, menos en esa época. No sé si me voy a considerar viejo a la edad que tenía Tío Emilio cuando ocurrió ese incidente, que no me falta taaanto para llegar... pero Tío Emilio era viejo en aquel entonces y lo fue siempre. Lo recuerdo invariablemente como en ese fragmento que escribí hace tiempo y ahora reproduje acá, es decir jubilado, bajito y encorvado. Y con bastón, agrego ahora. Lo del bastón lo tengo muy claro, porque el día que ocurrió el incidente, me lo revoleó, amenazante. Claro, de eso él se olvida. Yo anoche le decía: “Vos me amenazaste con el bastón”, y se hacía el desentendido. Tal vez no me oyó, porque también era medio sordo. O usaba su sordera, según le conviniese. A medida que voy escribiendo, voy recordando otras características de Tío Emilio. Se sabía entera, de punta a punta, “La leyenda del mojón” y nos la recitaba a mí y a mi tía Lola, en las nochecitas de invierno, al lado del calentador Primus, en la cocina del caserón de la calle Avellaneda, antes que llegara mi tío Ramón con el que Emilio estaba peleado, lo mismo que con mi tío Felipe. Y sin embargo convivieron en la misma casa durante cerca de 50 años, sin hablarse. 50 años, dije. Cruzándose diariamente. Sin hablarse. Si necesitaban decirse algo, in extremis, lo hacían mediante mi tía Lola, que oficiaba de lenguaraz. Todos eran hermanos entre sí, pero para los recados a través de mi tía, usaban la fórmula: “Decíle a tu hermano...”. Recalcando que el otro sería hermano de ella, en todo caso, pero no propio. Sin embargo, un día, a principios de los ’70, calculo, mi tío Felipe apareció en la cocina -que era feudo de Emilio más que de ningún otro, siempre sentado en la silla de paja, vigilando la puerta, de frente a ella, al lado del fogón, donde comía, porque la mesa era patrimonio de mi tío Felipe y mi tío Ramón, que se aposentaban ahí sólo a la hora de almorzar o cenar, pero todos en distintos horarios- ... Felipe llegó a la cocina, decía, y le descerrajó a Emilio, así, sin anestesia: “Emilio, tenés un cigarrillo?”. Y Emilio se lo dio. Puedo afirmar que soy el único testigo vivo de ese acontecimiento histórico entre los dos hermanos viejos y solterones. Una pregunta, que en cualquier otro contexto hubiese resultado banal, sonó como un estallido que resquebrajase el muro de un silencio ancestral y hosco. Pero volviendo al recitado de tío Emilio, que también rompía el silencio de la tardecita/noche invernal y de lluvia, hay que decir que era más que necesario en una casa sin radio ni televisión, apenas con el atractivo de la Patoruzú que compraba semanalmente mi tío Ramón y que me pasaba después de haber leído, aunque ésa ya es otra historia. Puedo ver a mi tío Emilio, frotándose las manos sobre las llamas del calentador, mientras decía el poema gauchesco del oriental Juan Pedro López, cuyos versos cuentan la historia de un cornudo asesino, en definitiva. Claro que para mí, de chico, era una revelación aquel poema y el recitado emotivo que hacía tío Emilio, sobre todo en el final (yo mismo, poco después, quizá influenciado por él, empezaba a recitar en los actos de la escuela, e incluso estuve por ir a aprender declamación). También me asombraba la capacidad casi circense de mi tío, de pasar las manos por el fuego -literalmente- sin quemarse. Al parecer, su oficio de sastre se las había curtido de una forma que las hacía insensible a todo. Una suerte de invulnerabilidad, tipo súper héroe, localizada. Quizá Emilio era el que más simpatía me despertaba de todos mis tíos. No el que más quise, porque creo que ése fue Ramón, con el que tenía una relación de amor-odio. Pero sí el que me caía mejor. No obstante con tío Emilio tuvimos aquél encontronazo, que anoche vino a reprocharme, y que contaré en otra ocasión, porque ya es muy tarde, me está ganando el sueño, y es posible que vuelva tío Emilio, para seguir la discusión que también quedó inconclusa, de modo que si contase todo ahora, tampoco estaría, en rigor, contando todo. Buenas noches.