Esta madrugada, entre las tantas ráfagas incoherentes de la duermevela, apareció el recuerdo de una Pascua, en la cual, enorme diccionario de francés en mano, me aboqué a traducir Barrabás. Fui al tomo para corroborar la fecha y sí, pasaron casi cuarenta años. Cada vez que compraba un libro, acostumbraba firmar y poner la fecha. Acá, en la primer página, aparece el '77.
Un año para quedarse encerrado, sin duda. Nada bueno había afuera.
Ghelderode encara en esta pieza la Pasión, desde una óptica inquietante, lateral. El escenario donde transcurre son los bajos fondos de Jerusalem -aunque se intuya más la Flandes medieval a la que era tan afecto- y el protagonista no es Jesús -personaje casi silente en el drama- sino el ladrón bíblico del título.
La pregunta central que se hace el autor es si Barrabás no juega de forma involuntaria un rol fundamental para que se cumpla el plan de Dios. Si no resulta un engranaje necesario para que el Cristo hombre revele su naturaleza divina.
Me queda, apartando por supuesto la idea de predestinación, la reflexión -quizá el consuelo- de si ciertos acontecimientos nefastos no son sino el preludio del renacimiento.
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