PRIMER ACTO:
Sábado al mediodía, cajero automático de Güemes, Plaza del Agua, Mar del Plata. Hago la cola, la señora que estaba delante mío me franquea gentilmente el ingreso, agradezco, me acerco a la máquina, y enseguida advierto en la pantalla que dicha señora no había dado por finalizada la operación, por lo cual su tarjeta seguía adentro. Me doy vuelta, y la mujer ya no estaba. Presuroso doy fin a la operación, retiro la tarjeta y salgo a alcanzársela. No la veo, pregunto a los de la cola -explicando el motivo- si vieron para donde fue. Uno me indica una dirección, otro la opuesta, un tercero afirma que abordó un auto. Alguien, incluso, tiene el impulso de salir a buscarla. Pero enseguida se arrepiente, porque según dice, no está seguro de poder reconocerla. A partir de allí, se suceden las deliberaciones de qué hacer con la tarjeta. Uno propone que la deje en un comercio de la zona, un policía que la lleve a la seccional más cercana. Reflexiono que -de pasarme a mí- jamás preguntaría en esos lugares. Iría al banco el lunes, en el presupuesto que el cajero me la tragó, lo cual, en el caso, sería una hipótesis errónea. Decido rastrear a la distraída señora en la guía de Mar del Plata, esperando que se halle radicada allí, y no de paso. Cuando lo hago, compruebo que hay unas veinte personas con ese apellido. Me armo de paciencia, y de un libreto: "Buenas tardes, saqué este número de la guía. Estoy tratando de ubicar a Sofía Nancy Zaragoza... ¿es posible que se domicilie ahí?" Las primeras diez respuestas fluctúan entre la desconfianza y el esfuerzo por ubicar un pariente con ese nombre, pero son todas negativas. El undécimo llamado es atendido por un adolescente, que escucha música a todo volumen, acompañado por otros adolescentes, lo cual es denotado por los gritos adyacentes y el propio grito: "Callénse, boludos, que no me dejan escuchar!". Trabajosamente, logro que me entienda el libreto. Por fin, responde: "Ah, sí, es mi mamá... pero recién sale de trabajar a las seis". No sin menos dificultad para que le entre en la cabeza le explico el propósito de mi llamada, le remarco que al día siquiente yo ya no iba a estar en Mar del Plata, que iba a tener la tarjeta encima, para que cuando la madre me llame al celular, coordinemos donde encontrarnos, de acuerdo adonde yo me encontrase en ese momento. Y comienzo a darle mi número: "0221...". Me interrumpe, súbitamente lúcido: "Será 0223...". "No, es 0221, porque...". No me deja terminar, vuelve a interrumpir: "Pero Mar del Plata es 0223...". "Justamente, por eso te estoy diciendo que mañana ya no voy a estar acá, porque no soy de acá, es el prefijo de La Plata, donde vivo". "Ah...". Ya tenía sobradas razones para desconfiar que el muchacho fuese normal, por lo que le pido que me repita lo que le dicté y así corroborar que lo había anotado bien. Lo hace, con tono de suficiencia, como si dijese: "¿te creés que soy boludo?". Para mi asombro, sólo le había errado en el último número...
SEGUNDO ACTO:
Cinco de la tarde, me encuentro con un amigo dibujante en la Peatonal San Martín para tomar un café y hablar de proyectos historietísticos que, por culpa de él, nunca concretamos. 18:20, mensaje en el celular, referido a la tarjeta extraviada y preguntando donde estoy. Contesto que en el centro, en San Martín y Córdoba. Nuevo mensaje, proponiéndome encontrarnos. Las divagaciones con mi amigo iban tocando a su fin, de modo que indago cuanto tiempo le llevaría llegar hasta ahí. Media hora es la respuesta. Otro mensaje mío: "Te espero media hora en La Fonte d'Oro". Mi amigo me banca, pero pasada ya la media hora, mando mensaje, preguntando si está cerca, porque me tengo que ir. "No se... yo no fui", es la respuesta. Para mi pavor, advierto entonces que con quien me he estado mensajeando es con el hijo adolescente y no con la madre. Le pregunto por qué no me llama la madre: "No tiene celular".
"Me voy", intimo. "No, por favor, espere". Pasa otro rato, nada nadie. Estufado ya, pagamos y salimos, encaminándonos hacia mi auto con mi amigo, cuando me llega otro mensaje. "Está en la puerta con mi hermana. Tiene una camperita fina, marrón". Volvemos. Entro por una puerta del bar, salgo por la contigua... ni madre, ni hermana, ni camperita marrón. Le confieso a mi amigo mis sospechas que este muchacho me esté tomando el pelo. Lo libero a él de hacerle el aguante a mi confianza en el género humano. No bien se va, suena el celular, pero con sonido de llamada. Atiendo.
-"¿El señor Miguel?"
-"Sí"
-"Soy el mozo del bar, estoy acá en la puerta, con la señora Nancy, que lo está esperando"
-"Ah, sí, bueno... yo estoy en la otra puerta, ya voy"
Corto. Nadie en la otra puerta, entro, salgo, hago una calesita. Vuelvo donde estaba. Sólo un mozo solo.
Tengo una súbita iluminación, le pregunto: "¿Hay otro local de La Fonte d'Oro, por acá cerca?". "Sí, a dos cuadras", responde. Puteando contra la estupidez de la adolescencia y contra las madres que confían en sus hijos, arremeto hacia el otro bar. En tránsito, recibo una nueva llamada, es el mozo.
-"¿El señor Miguel?"
-"Sí, ya se, la señora se confundió de bar, ya estoy yendo yo, ya llego, que me espere ahí, que no se mueva", corto.
Diviso el bar y en la puerta, a una señora junto a una adolescente, con aspecto de esperar atribuladas. Llego y abordo a la mayor, con tono de reto: "¿Nancy?".
La mujer me mira asombrada. Después de unos segundos, contesta: "...No".