Cargar con tres bordeadoras al hombro no es cosa fácil. Llego extenuado al Banco Provincia, donde tengo que cortar el césped y lo encuentro cerrado. Pienso en dejarlas en el edificio del Correo, que se sitúa cruzando la calle, en diagonal, pero justo ofrecen un concierto de cámara, y encima se corta la luz. Resignado, me vuelvo. En la esquina de la farmacia de enfrente de la iglesia, están arreglando la vereda. Hay un cerco estrecho por el que apenas puedo transitar. Una señora con sus hijos dobla e intenta pasar al tiempo que yo, por lo que nos enredamos con los cables de las bordeadoras. La señora sigue de largo y el embrollo se agrava. Le digo de mala manera que se quede quieta, que yo me ocupo de desenredarlas. Voy haciéndolo con cada una y apoyándolas en la persiana cerrada de la farmacia. Cuando termino con la tercera y me dispongo a recoger las otras dos, compruebo que se robaron las máquinas. Sólo han dejado los caños con los cables. Grito "policía, policía!" y aparece un patrullero. Explico lo sucedido, y los canas empiezan a desarmar la bordeadora que quedó, en busca de huellas. Les recrimino que es absurdo, que si hay huellas, en todo caso las van a encontrar en los caños de las otras dos. Y que sería mejor que saliesen a buscar un tipo cargándolas. No me hacen caso y continúan con la tarea como si nada. Uno de los policías me interroga sobre cómo las había conseguido, si eran mías. Me indigno y le contesto que una vez más el sospechoso termina siendo la víctima.
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