La moza derrama la mitad del café en el platito. Encima el pocillo es muy modernoso, pero ínfimo. Me quejo, trae una jarra y agrega más café. Así y todo me sigo quejando del tamaño del pocillo, aunque con corrección. Si le dijese todo lo que pienso lo calificaría de tilinguería para disfrazar la crisis. En la misma mesa en que estoy con mi mujer, se encuentra sentada una señora que escribe tarjetas para adosar a unos coquetos bombones. Mi mujer me explica que en ese bar se dejan sobre las mesas regalos para amigos, que luego pasan a recogerlos. Imagino que cualquiera podría llevárselos. Yo mismo me veo tentado a hacerlo, después que se va la señora y mi mujer se levanta para ir al baño. Me abstengo, no por honestidad, sino porque no me entusiasman mucho los bombones. Veo en cambio, entre el material de lectura que ofrece el local, unas antiguas Andanzas de Patoruzú, que sí me tientan mucho. Sobre todo una que no conocía, lo cual me resulta asombroso, ya que las conozco a todas. Cuando pago la cuenta, que suma ciento veinte pesos por dos insignificantes cafés, decido que voy a concretar el hurto, como compensación. Antes que vuelva mi mujer, en el momento en que corroboro que nadie me ve, escondo subrepticiamente la revista en la campera, apretándola con el brazo. La salida del bar es exitosa.
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