Un intendente de pueblo, sanmartiniano fanático, ordenó poner el nombre del Gran General a avenidas, calles, pasajes, cortadas, plazas y plazoletas.
Los visitantes se confundían. Cuando preguntaban por una dirección, los lugareños les pedían una especificación con la que no contaban. A veces tenían suerte, y mencionando a la persona que buscaban, al ser conocida, podían orientarlos. De lo contrario, deambulaban horas y horas tocando timbres y golpeando puertas.
El Consejo Deliberante, ante la problemática, decidió tomar el toro por las astas, y propuso -como para no desairar del todo al intendente- agregar a cualquier arteria que se llamase San Martín un número que la identificase con más claridad.
El intendente, indignado, mandó al Consejo Deliberante una carta de puño y letra, calificando la iniciativa de "afrenta al Libertador", ya que según él, la cortada "San Martín 11", por ejemplo, degradaba diez veces su nombre.
Al Consejo Deliberante no le cayó nada bien la misiva. Ya en franca rebelión, emitieron una Ordenanza estipulando que todo lo que tuviese el nombre de San Martín en el pueblo, pasase a llamarse Belgrano.
El Intendente se amotinó en su despacho, munido de una enorme cantidad de piedritas que recogió de la plaza principal, y cada vez que salía un consejal del edificio de la Municipalidad, le arrojaba una.
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