Con Tato hace décadas que no me hablo, aparte ya lleva varios años de muerto, sin embargo ahora discurre conmigo como en aquellas épocas en que me tenía de interlocutor privilegiado, monólogos suyos de horas. El tema es la muerte, justamente. La gente que mató. No está seguro de la cifra, serán unos seis o siete, me dice, sin contabilizar unos tipos que intentaron asaltar su casa de Belgrano, él empezó a los tiros con un rifle y cree haberle dado a uno, cuando escapaban trepando el tapial del fondo. Ese no sabe si murió o sólo quedó herido. Afirma no sentir ninguna culpa por esos asesinatos, que cuando se mata se mata. Yo ensayo una débil argumentación: quizá, una vez superado lo de la primera muerte... Me mira desde la rotundez de psicólogo infalible, con sus hirsutas cejas tensas y entiendo que desaprueba lo que digo, que nunca sintió culpa, y que es mejor que me calle, que me guarde el repudio moral, porque Tato siempre hace como que tiene en cuenta tus objeciones, pero en el fondo no le gusta que lo contradigan. Llega en ese preciso momento, para interrumpir la incómoda escena -es acertado hablar de escena, porque estábamos a punto de ensayar, en el aula escolar de altos ventanales-, interrumpe/irrumpe, retomo, el General Perón. Soy el primero en notar su presencia, me cuadro militarmente y hago la venia al tiempo que saludo con un potente "¡Mi General!". No obstante soy el último en acercarme a él. El Viejo se demora en un abrazo conmigo. Siento profundamente la calidez y sinceridad del abrazo. Luego se pone a disertar con esa fascinación que emana de sus anécdotas, del fluir del relato, de toda su persona. A diferencia de Tato, que siempre me pone tenso escucharlo, como si fuese un profesor que al tiempo que habla te estuviese evaluando, al Viejo se lo atiende con absoluta placidez. Ya saliendo del lugar, me excuso para ir al baño y dejo la enorme mochila negra que porto, en la esquina del bar (salimos de un bar, ahora). Tato y el Pocho conversan animadamente y no sé si registran mi pedido que la cuiden, pero igual la dejo, en la certeza que nadie la va a robar. Cuando vuelvo ha llovido y no queda ninguno de los que estaban (Susy formaba también parte del grupo). Localizo tres altas mochilas negras en la puerta del bar, pero no en el sitio exacto en que dejé la mía. Creo reconocerla en la que se encuentra mas cerca de la entrada. La toco, está muy mojada, me pregunto si la humedad no habrá atravesado la tela supuestamente impermeable - o quizá por defecto de alguno de los cierres- y alcanzado el contenido. Abro un bolsillo y compruebo, por el montón de chips de jamón y queso, envueltos en celofán, que no se trata de mi mochila . Interrumpe la inspección un muchacho morocho alto, delgado, con acento peruano o venezolano, que sale del bar cargando más sandwichitos. Por el gesto antes que por lo que dice, entiendo que resulta ser el dueño de la mochila. Me pregunto para qué querrá tantos chips, sin que se me ocurra pensar en ese momento que podían estar destinados a un ágape o que el pibe fuese repartidor del bar. Sólo me cabe la intriga de cómo una persona tan flaca puede llegar a ingerir todo eso, solito su alma. Me disculpo por el error y me voy silbando bajo un tango de Arolas.