Estamos en etapa de ensayos de una obra de mi autoría, que Mauricio protagoniza. Yo también actúo en un rol secundario. No tengo claro quien dirige. La acción transcurre en la piecita de la terraza de un conventillo y los personajes son todos marginales. El casting no ha sido acertado. El mayor problema actoral consiste en que Mauricio supere la pronunciación cheta. Termina mi escena y le sucede una en la que dos atorrantes deben entrar por la ventana de la piecita. El lugar de ensayo es real, se corresponde exactamente con la exigencia escenográfica, como si se tratara de cine en vez de teatro. Uno de los actores de la próxima escena faltó. Decido reemplazarlo. Trepamos con el compañero por una frágil escalerita de metal, él se mete primero en la pieza y yo me quedo asomado a la ventana. En ese momento me toca meter un bocadillo. Mauricio -que no estaba al tanto del reemplazo - me mira como preguntando qué hago ahí. Me salgo entonces del libreto -que en definitiva es mío-, y le digo: "¡Uy, el presidente!". Mauricio se desconcierta aún más y esboza una sonrisa tonta. No sabe si es una ocurrencia o una cargada. Esa candidez suya me da un poco de ternura.
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