24/05/20
Ya no es un fantasma que recorre Europa, sino la Muerte quien da zancadas por el planeta. O digamos, si se quiere, que esa información nos llega.
Quien más, quien menos, ha pensado en la muerte en estos tiempos, supongo.
Y hasta la ha deseado con tal de terminar con una incertidumbre -que se prolonga y se prolonga- sobre cómo habrá de transcurrir la vida de aquí en adelante.
Al menos yo lo he hecho, confieso.
Y confesaré algo adicional, con la salvedad de pedir que se respete la confidencia.
Habiendo tenido una temprana formación en el catolicismo, si bien he atravesado épocas de agnosticismo y ateísmo militante, en el fondo nunca dejé de creer del todo en el Dios de los cristianos y en la salvación de las almas y en la vida perdurable, amén.
Alguna de estas noches desveladas, bordeando la angustia, apareció el pensamiento consolador de pasar al otro lado y reencontrarme con seres muy queridos, y de poder charlar dispendiosamente con ellos sobre cuestiones del pasado que aún a esta altura del partido me siguen ocupando.
Claro que como el Bardo le hace decir a Hamlet, es inevitable preguntarse qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño eterno, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida.
La respuesta que me doy –la que da existencia tan larga al infortunio- es que quizá esos fantasmas del otro mundo, ya estén en otra cosa, sean puro espíritu, se hayan desentendido por completo de su pasado terrenal, no les interese, lo hayan olvidado. Que ni siquiera me reconozcan.
Es entonces cuando cualquier angustia desaparece y me propongo seguir con ellos, pero desde lo que tengo, desde lo que quedó en mí, desde mis archivos, desde lo mucho que los extraño, llenando huecos, inventando si es necesario –me es muy necesario fabular -, sin preocuparme demasiado de la fidelidad a los hechos y a los tiempos, reescribiendo, rehaciendo a mi gusto la historia, transformándola en algo distinto. Algo que cierre el pasado, abriendo ventanas al futuro, como para que no parezca tan negro.