El charlatán de feria mencionaba a Estela Raval, y en consecuencia la escena bien podía hallarse situada en El Raval de Barcelona, barrio que tanto me gusta. Aunque tenía más pinta de ser una placita de La Habana Vieja tan típicamente rodeada de magníficos y casi derruidos caserones. Además estaba el dato de la gente que pululaba por la plaza y se paraba en las puertas de las construcciones. O se sentaba en los balcones, como las contundentes morenas de edad madura que divisaba enfrente.
Pero enseguida vuelvo a ellas, no quiero anticiparme, debo quedarme un momento con el charlatán de feria que ofrecía un celular de 1946. Había pertenecido a Estela Raval, una de las primeras artistas de la canción que usó celular, pregonaba el charlatán.
Un joven se detuvo a escucharlo. Intercambió con él un par de palabras musitadas. Cuando ya me preguntaba cómo podía haber incautos que sucumbiesen a semejantes patrañas, ambos personajes se apartaron a un lugar más discreto a conversar.
Mi interpretación mutó de golpe. Comprendía ahora que lo que el charlatán y el muchacho se disponían a negociar no tenía que ver con la telefonía celular, sino con otro tipo de asuntos. La inocencia pasaba a ser mía.
Me desentendí de ellos y crucé la plaza. Fue entonces que reparé en que una de las morenazas del balcón, teñida de rubio, sostenía en su mano un revólver.
Por la actitud de quienes la rodeaban, no parecía existir peligro. Por la forma displicente en que manejaba el arma, tampoco. Ora apuntaba con ella a una criatura en son de fingida amenaza, ora reforzaba sus dichos dirigiéndola a sus interlocutoras, sin que nadie, en ningún caso, se inmutara.
Supuse que podía tratarse de un revólver de juguete, pero a medida que avanzaba se veía muy real. Por las dudas, me cuidaba de no ser un posible blanco.
En la vereda, debajo del balcón también se había formado un corrillo de mujeres que capturó por un momento mi atención.
Cuando volví a levantar la mirada, la falsa rubia había apoyado la mano del revólver en la baranda. Pensé que ya no debía cuidarme de estar a tiro, pero de inmediato reparé en que sí lo estaba una de las mujeres del corrillo. Acto seguido oí el disparo y vi a la de la vereda derrumbarse. La bala le había entrado por el centro del cráneo.
Vuelvo la vista arriba y la del revólver empezaba a tomar conciencia de lo sucedido. Pero su rostro reflejaba la expresión de alguien que rompió sin querer un vaso. Apenas eso. Muy lejos del horror de haber matado accidentalmente, por torpeza, por negligencia, a una persona.
La oí decir: "Debo ir a tender la ropa". Dio media vuelta y desapareció del balcón.