Una tarde de otoño o primavera.
Si lo pienso bien, me inclino por la primavera. No había hojas caídas. Quizá me confunde la luz crepuscular. De eso no tengo dudas, era la hora del crepúsculo.
Podría ser en Campana, pero como a menudo ocurre cada lugar es muchos, se transforma, se amalgama con otros de la existencia.
Entonces, retomando o mejor dicho arrancando... caminaba en la tarde crepuscular, posiblemente de primavera, por una calle semidesierta de Campana -o cualquier ciudad-.
No acostumbro adjetivar pero permítaseme hacerlo con la caminata. Era apacible.
Una muchacha se cruzó en mi camino.
A todas luces, ella había salido a caminar en el sentido que me lo prescribe mi médica. O sea, como único objetivo, sin ninguna carga, con la ropa adecuada.
Bueno... adecuada no, ya veremos.
La muchacha, que era bonita, me dedicó una profunda (estoy adjetivando demasiado) mirada al cruzarnos.
Hace tiempo ya, por aggiornamiento a la corrección política en boga pero primordialmente por edad, que no me doy vuelta al paso de una mujer. Tal mirada lo ameritaba.
Ella también había hecho lo propio.
Es más... detuvo la marcha y se recostó en un árbol, siempre con la vista fija en mí.
Había en su actitud algo de la provocación de las ninfómanas fellinianas. Sin embargo, el rostro fresco y la vestimenta de la muchacha, no se condecían con la oferta de una transacción comercial.
Por ese atávico mandato del macho, aunque herbívoro en el caso, como decía el General, volví sobre mis pasos hacia ella.
A medio camino, me espetó:
-¿No tenés elásticos?
Advirtiendo mi desconcierto por la pregunta, estiró la cintura del jogging, al tiempo que me explicó:
- Se me aflojaron todos.
Lamenté no estar munido de elásticos de ropa, y se lo dije.
Ella retomó la marcha mientras me contaba que había salido a caminar, cosa que era evidente, pero que constituía una invitación a continuar la charla.
La seguí mientras profería la obviedad que era una tarde ideal para hacerlo.
Me perturbó observar que el jogging, en efecto, se le deslizaba un tanto, dejando al descubierto la cintura.
Se hizo una pausa, y como un adolescente tímido no se me ocurrió otra cosa que preguntarle el nombre.
- Robisa –contestó.
No era que no la hubiese entendido, era lo infrecuente del nombre lo que me llevó a repetirlo.
- Ro-bi-sa –deletreó.
No alcancé a comentar nada. Ella se detuvo junto a un auto estacionado, que manejaba un muchacho de su edad.
- Bueno... me voy con mi novio, Dao.
Subió al coche.
Yo debía seguir mi camino, para disimular la frustración, pero advertí que la calle terminaba en una barranca.
Robisa es anagrama de briosa y de robáis.
También de sobria.
Si me pusiese en poeta lírico escribiría, por ejemplo: "¿Briosa Robisa, por qué cruelmente me robáis el corazón?"
Más prosaico diré que ni en pedo una mina así me daría bola.