El sonido del despertador me arrastra de vuelta a la realidad, marcando el inicio de otro día en la rutina que he aprendido a aceptar como mi vida. Con un suspiro, me levanto de la cama y me preparo para enfrentar la jornada. Me visto con un atuendo sencillo pero cómodo: jeans desgastados y una blusa que no llama la atención. Al menos durante el día, puedo relajarme un poco antes de sumergirme en el caos del hospital.
Después de una rápida ducha y un desayuno ligero de café y pan tostado, salgo de mi apartamento y me dirijo a la cafetería para comenzar mi turno. La mañana está fresca y despejada, y el sol brilla sobre las aceras de la ciudad, dándole un aire de calma que es una especie de contraste con la intensidad de la vida nocturna que suelo conocer.
La cafetería está en su rutina habitual cuando llego: la máquina de café humea suavemente, y el aroma del pan recién horneado llena el aire. Empiezo a preparar todo para recibir a los primeros clientes del día. El flujo de clientes matutinos es relajado, y la atmósfera es más tranquila que en las horas nocturnas a las que estoy acostumbrada. El ritmo de trabajo es casi meditative.
Pero, mientras organizo algunas mesas, un rostro familiar aparece en la entrada. Mi padre, Hugo Savino, está de pie en el umbral de la cafetería. Su presencia es inesperada y me sorprende. A pesar de los años de distanciamiento y la pérdida de fortuna que ha afectado nuestra relación, sigue teniendo una presencia imponente. Con su traje oscuro y la corbata perfectamente anudada, parece fuera de lugar en el entorno informal de la cafetería.
Me acerco a él con una mezcla de sorpresa y cautela. “Papá,” digo, tratando de ocultar mi asombro. “¿Qué haces aquí?”
“Isabel,” responde con un tono que mezcla formalidad con un leve destello de familiaridad. “No esperaba encontrarte aquí. Pensé que sería una buena idea ver cómo te va.”
Sus palabras tienen un matiz que no puedo identificar claramente, y una pequeña alarma suena en mi cabeza. La forma en que me observa, con una mezcla de interés y preocupación, me resulta inquietante. “¿Cómo está todo?” pregunto, tratando de mantener la conversación ligera mientras mi mente busca explicaciones.
“Todo está bien,” dice, aunque sus ojos revelan una preocupación que va más allá de las palabras. “En realidad, me preguntaba si te gustaría venir a casa para cenar. Hace tiempo que no pasamos tiempo juntos, y pensé que sería agradable ponernos al día.”
El tono de su invitación es cortés, pero algo en su manera de hablar me hace dudar. ¿Por qué querría invitarme a casa después de todo este tiempo? Las cosas entre nosotros siempre han sido complicadas, y su repentino interés parece sospechoso.
“¿En serio?” Pregunto, tratando de no sonar demasiado incrédula. “No es necesario, realmente estoy ocupada con el trabajo y el hospital.”
“Vamos, Isabel,” insiste. “No te preocupes por eso. Quiero compensar el tiempo perdido, y sé que has estado trabajando mucho. Solo será una comida, una oportunidad para reconectar.”
Sus palabras me parecen una mezcla de sincera preocupación y un intento de suavizar la situación. Finalmente, accedo, aunque con reservas. “Está bien, papá. Iré a casa después del turno.”
Mientras me despido de mi padre, el ambiente en la cafetería vuelve a la normalidad, pero mi mente está ocupada con pensamientos sobre su inesperada visita. ¿Qué motivo tiene para contactarme ahora? ¿Es esto una señal de un cambio en nuestra relación o simplemente un intento de restablecer un vínculo perdido?
El resto de la mañana transcurre lentamente, con mi mente ocupada por la perspectiva del almuerzo con mi padre. Mientras preparo café y sirvo a los clientes, no puedo evitar preguntarme qué revelaciones podrían surgir de esta extraña invitación. Mi jornada en la cafetería parece interminable, y cada minuto que pasa me acerca a la incógnita de la tarde.
La mañana avanza con su ritmo familiar en la cafetería, y el ajetreo de las primeras horas del día no da tregua. Cada cliente es una pequeña historia, cada pedido un pequeño reto. Con el paso de las horas, mi mente se mantiene ocupada, pero la idea de la cena con mi padre no me deja en paz. El pensamiento de ver a Hugo Savino después de tanto tiempo provoca una mezcla de ansiedad y curiosidad.
Finalmente, llega el momento de salir. Me acerco al gerente, un hombre robusto con una actitud comprensiva que siempre parece leer entre líneas. "¿Podrías cubrirme un par de horas esta tarde?" Le pido, con una mezcla de esperanza y ansiedad. "Tengo una cena familiar importante a la que necesito asistir."
Él asiente, mostrando una sonrisa amable. "Claro, Isabel. No te preocupes, te cubriremos hasta que termines. Ve a hacer lo que necesites."
Con un rápido agradecimiento, recojo mi bolso y una botella de vino que he decidido llevar como obsequio. La botella está envuelta en un elegante papel de regalo, un intento de mostrar cortesía y aprecio. Es uno de los pocos lujos que me permito, y espero que sea un detalle apreciado en la cena.
El trayecto hacia la casa de mi padre es una serie de pensamientos y reflexiones. La ciudad de Nueva York, que nunca duerme, se convierte en un paisaje pasajero mientras viajo en el metro. Los edificios altos y las luces de neón pasan en un parpadeo, una transición de la vida diaria a un mundo que parece más distante.
Al llegar a la casa de mi padre, noto algo extraño. Hay varias camionetas negras estacionadas afuera. Sus ventanas oscuras y la presencia discreta de los vehículos me parecen fuera de lugar, pero me esfuerzo por no dejar que esto me perturbe. La casa en sí es un recordatorio de un pasado más opulento. La mansión, de ladrillos oscuros y con columnas majestuosas, se alza en la noche como un monumento a una época mejor.
Un sirviente, con un uniforme impoluto, me recibe en la entrada. "Bienvenida, señorita Savino. El señor Savino está esperando en el comedor." Su tono es cortés y profesional, y me guía por los pasillos elegantes de la casa, adornados con arte y antigüedades que hablan de un pasado de riqueza.
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Editado: 19.11.2024