Cruzando barreras

• Epílogo •

—Edward—

Algún tiempo después, las diversas sensaciones que Edward tenía en lo profundo de su corazón lo estaban volviendo loco, por lo que terminó sometiéndose a terapia. Matthew lo había ayudado a encontrar a una excelente terapeuta. Gracias a eso y a su apoyo, Edward tuvo una excelente recuperación, su estado de ánimo y su conducta social mejoraron, ya no tenía arranques de ira y había aprendido a dominar mejor cada aspecto de su vida. 

Cada día era mejor.

Sin embargo, para cuando se dio cuenta, su vida era solo ir y venir, se había convertido en algo monótono y rutinario, no obstante, y pese a todo seguía pensando en Lara; y aunque su primer amor no dio los resultados que esperaba, lo siguió arrastrando, débilmente y en silencio hasta que… alguien apareció. 

Edward nunca pensó que volvería enamorarse o al menos que encontraría a alguien que le gustara demasiado.

Momentáneamente, sonrió para sus adentros. 

Cerró los ojos y esperó a que la campanita del reloj en su bolsillo sonará. Esta sonó y entonces abrió los ojos. Edward sacó aquel viejo reloj y mirándolo por un extenso rato lo apago. Por fin, había terminado la última hora de su última sesión. Estaba aliviado y después de veinticuatro largas semanas se sintió en paz, como si algo pesado se hubiera quitado de sus hombros.

—Entonces ¿es todo?

La mujer a su frente asintió con una enorme sonrisa mientras se ajustaba sus gafas cuadradas. 

—A menos que se te ofrezca alguna otra cosa… Es todo, Edward. —Le dijo—. Al fin terminamos con tu terapia. De aquí en adelante depende de ti lo que hagas.  

El chico la miró una vez más. Aquella mujer de pechos grandes y de cabellera larga y oscura era de su tipo. Le gustaba, le agradaba, y de haber sido el mismo hombre de antes la hubiera invitado a salir, no, mejor dicho, la hubiera llevado a su cama, pero… no lo hizo. 

Edward había cambiado, había madurado.

Guardó el reloj en su bolsillo y sin volver a mirarla salió. Quizá, el fin de semana podría invitarla a salir. Quién sabe.

Con esas ideas en su cabeza manejo por un largo rato, no sin antes haber pasado a comprar una docena de gladiolas blancas, hasta que al cabo de unos minutos llegó a su destino. Un columbario pequeño situado a las orillas de la ciudad se levantó ante sus ojos. Ahí, encontró a una hermosa mujer junto a una preciosa niña que estaba sentada sobre las piernas de su madre mientras oraba frente a un elegante nicho.  

Nuevamente Edward dudo, no estaba seguro de poder acercarse. Sin embargo, cuando se dio cuenta, sus pies ya se habían movido hacia ella. 

Lara volteo a mirarlo y la pequeña niña corrió hacia sus brazos. Edward bajó las gladiolas y la cargó. Entre tanto, Lara solo se quedó ahí, sentada, observando en silencio, sin poder creer que aquel hombre alto y delgado, de un físico inigualable fuera el padre de la niña que estaba sosteniendo entre sus brazos, parecía increíble, como un sueño.

En verdad aquel hombre y ella habían… ¿Tenido una hija? 

—Yo… —murmuró la chica—. Vine a ver a Cecil.   

Edward la miró tranquilo mientras asentía. Él también había ido a verla a ella y a Amelia. Se había hecho más que una costumbre para Edward visitarlas. En aquel lugar de descanso encontraba paz, era un sitio bastante silencioso, igual que el lugar en donde descansaban sus padres, solo que con la diferencia de que el sentimiento era distinto. Edward sentía un poco de culpa cuando estaba en ese lugar ya que dos mujeres a las que había querido en el pasado, por no decir que había sentido algo más por ellas, estaban ahí, por él. 

El chico sentía que todavía les debía algo, gratitud, quizás o alguna otra clase de cosa. En realidad, no lo sabía, pero ahí estaba, orando por ellas. Llevándoles flores cada vez que podía. 

—Lo sé… —respondió, sentándose con cuidado al lado de Lara—. Yo también vine eso.

La chica lo observó con una bonita sonrisa, de esas que parecían ser las de una mujer enamorada.

Edward suspiró, largo y pesado sin quitar la mirada de enfrente.    

—Yo… —bisbiseó, apenas, inseguro de poder decir lo que estaba pensando—. ¿Aún no me recuerdas? 

—No. —Alcanzó a escucharla—. Lo siento. Pero aún no sé quién eres. —Edward sonrió amargamente—. Sin embargo, estoy segura de que algún día lo haré. —Le dijo, colocando suavemente su mano sobre la suya que estaba en su rodilla. 

Edward sintió la calidez de su cuerpo, y su corazón se estremeció, igual que si fuera su primera vez.

—Después de todo, eres y seguirás siendo el padre de mi hija y algo como eso, no se puede olvidar, ¿cierto?

—Cierto —aseguró Edward, girando su mano para enlazarla ahora con la de ella—. Eso jamás se olvida. 

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—FIN—

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