Aparqué la moto en el patio del pequeño bloque de pisos en el que vivía, junto a la puerta de mi casa. Era una especie de corrala con más de cien años de antigüedad. Me encantaban sus paredes de cal blanca y las decenas de macetas que colgaban de las ventanas con flores de todos los colores, prevaleciendo el rojo de los claveles. No sabría decir la de veces que me he sentado en el banco de madera que había muy cerca de una fuente de piedra. Paco y Mercedes, una pareja de vecinos ya jubilados, se encargaban de mantener aquellas zonas limpias y bonitas por decisión propia.
Entré en casa y me tiré sobre el sofá, justo después de cerrar la puerta de una patada. Me sentía agotada, necesitaba descansar unas horas antes de empezar a poner en orden las tareas que me habían encomendado en mi primer día de clases, pero el teléfono empezó a sonar y mi magnífico plan, basado en comer y dormir, se fue al traste de repente y sin avisar. Paula, una chica de segundo curso, quería ver el piso y que la entrevistara esa misma tarde, así que quedé con ella a las cinco en punto. Me hice una hamburguesa de tofu y recogí a la velocidad de la luz. No lo tenía desordenado, a penas llevaba una semana allí; sin embargo, quería que reluciera y quité algunos enseres para que pareciera un poco más grande. La habitación que alquilaba constaba de una cama doble, un armario y dos mesitas de noche. Nada más. Bueno, tenía una lámpara colgada del techo más antigua que el hilo negro, a juego con los muebles que he enumerado. Yo no quería alquilar la habitación, pero no tuve ni voz ni voto en la decisión, fueron mis padres los que me obligaron a renunciar a la tranquilidad de la soledad argumentando que me vendría bien algo de compañía en las noches de invierno y tormenta; y que el dinero me ayudaría a pagar los gastos que el día a día podían ocasionarme. En esto último llevaban razón. La Vespa consumía como un Lamborghini y con doscientos euros al mes mi independencia se ampliaba.
Mientras cogía unas rosas blancas del patio y las metía en agua para adornar la mesita del pequeño salón, me sonó el móvil que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Leí varios mensajes de WhatsApp y los contesté. Todos preguntaban por la habitación que alquilaba, y quedé con ellos con una diferencia de media hora. Cinco visitas en total, pero una vendría mañana.
¿Qué decir de la primera? Paula parecía que venía vendiendo la palabra de dios. Sí sí, vendiendo, porque mendigaba que daba gusto escucharla. La ropa compaginaba con lo que decía: rebeca de rombos en tonos pastel, falda plisada por las rodillas, cadena de alguna virgen que desconocía, diadema en el pelo (repito, diadema en el pelo) y unos zapatos con un tacón redondo de dos centímetros que no se los ponía mi madre. Le dije adiós con una sonrisa y quedamos en que la llamaría. No la iba a llamar, por supuesto. La veía capaz de meterme en una secta o de llenar las paredes del piso de mi (atea) abuela de estampitas de santos o cristos crucificados.
La segunda persona llegó diez minutos tarde y eso no me gustó nada. Yo no solo era (y soy) puntual, sino que siempre llego un poco antes a todas partes. Si veis que tardo, preocuparos, algo me ha pasado. Ainara se presentó y no dijo nada más. Ni mu. Tuve que preguntarle varias veces para que contestara. La definición de tímida no la describiría bien. No la descarté, yo no necesitaba a alguien dándome la tabarra todo el día. Mejor el silencio que escuchar rezar a la anterior.
La tercera se llamaba Aroa, pero me pidió que no utilizara ese nombre, prefería el de Oscuridad Eterna, como todos la conocían en las redes. Youtuber de profesión y, estaba claro, gótica convencida. No tenía nada en contra de las tribus urbanas, pero me daba miedo levantarme por la noche y encontrarme un ritual satánico en medio del salón, con animal muerto de por medio. Vale, tal vez esto jamás ocurriría, sin embargo, la respuesta fue un rotundo no en cuanto me preguntó si podía pintar la habitación de negro.
África. Una chica de mi edad y muy hippie me cayó bien desde el principio, conectamos. Adoraba a los animales y desde hacía varios años no comía carne. Me gustaron las rastas de su cabello largo, la mariposa tatuada en su muñeca y sonreía de verdad. ¿El problema? Que se duchaba poco. Poco o nada, porque le olía las axilas desde la cocina. Esa chica no tocaba el agua desde que nació y la bañaron en el hospital. Cuando en un movimiento levantó los brazos, pude comprobar que con la cuchilla de afeitar tampoco se llevaba bien. Podría imponer como requisito indispensable en el contrato el bañarse todos los días (horario a elegir), pero no quería convertirme en una tirana. Yo, que siempre me he llenado la boca con la palabra libertad y la he gritado a los cuatro vientos, ahora quería convertirme en General y que atacara mis propias órdenes. Así que la respuesta también fue no. Yo tenía libertad de elegir y preferí que el piso siguiera oliendo a las rosas que se marchitaban a la velocidad de la luz dentro de la tacita azul.
Cerré la puerta y encendí el ventilador. A finales de septiembre aún hacía un calor de perros y decidí ponerme un pantalón corto y una camiseta de tirantas. Llené un vaso de agua con mucho hielo y, descalza, me dirigí de nuevo al sofá. No quise desanimarme por el hecho de no haber tenido suerte a la hora de encontrar una compañera de piso que no rezara, no quisiera pintar la habitación de negro y se duchara. Si no, volvería a colgar otro cartel en otras facultades, o incluso por el centro de la ciudad. Llamarán más, pensé convencida. Me tomé el agua fresca de un trago y me recogí el pelo en una coleta alta y desordenada. El timbre sonó al mismo tiempo que abría mi agenda de unicornios de colores y la olía. Me encantaba el olor a libro nuevo. La dejé sobre la mesa y, resignada, fui a abrir. Me esperaba a un Paco muy enfadado por haber cortado las rosas equivocadas. Coger alguna flor del patio no estaba prohibido, es más, se aprobó en junta de la comunidad de propietarios, pero había que seguir un criterio que yo, por supuesto, desconocía. No era Paco, eso me quedó claro. Mi vecino jubilado no tenía pinta de haber estado tan bueno ni en sus mejores tiempos; que, oye, quién sabe, tal vez fue un pibón de la leche y rompía corazones de dos en dos.