Era extrañamente satisfactorio dejar atrás su pueblo, jamás había puesto un pie lejos de ahí y ahora que al fin lo estaba haciendo el alivio le inundaba el pecho.
Aún así estaba abrumado, mas no tanto como pensó que lo estaría, menos si tenía a su lado a su mejor amigo. En realidad, Matteo sentía más preocupación por saber si estaba haciendo lo correcto o no.
Su mirada recorría todo el lugar, aquel era un día nublado y lucía como si en cualquier momento fuese a llover. Bajó la ventana del auto hasta la mitad y cerrando sus verdes ojos se permitió tomar todo el aire que tanta falta le hacía.
¿Qué se supone que iba a hacer?
Había congelado sus estudios y se mudó a una ciudad muchas veces más grande que la suya, si lo pensaba a fondo, la verdad es que sí le sonaba aterrador. Su mejor amigo, Alexander, parecía restarle importancia al asunto como la mayoría de las veces, él elegía tomarse la situación como "una aventura", cosa que a Matteo le parecía bien, ya que pensaba igual, pero aún así no dejaba de preocuparle lo que podría ocurrir en un futuro que, tal vez, no era tan lejano como ellos pensaban.
Por otro lado, Londres era hermoso. Matteo había estado ahí solo un par de horas y ya estaba encantado con la ciudad, era igual o incluso más bella que en las fotografías que solía mirar en su celular, y aunque todo lo que quería en ese momento era llegar a su nuevo hogar y dormir un poco, no le molestaría quedarse admirando cada detalle de Londres un par de minutos más.
—¿Alex? —llamó la atención de su amigo, el cuál tarareaba la canción que sonaba en la radio mientras se mantenía concentrado en conducir.
—¿Si?
—Somos dos chicos de diecinueve años que salieron de un pueblo que nadie conoce— expresó soltando un suspiro— no tenemos experiencia ni conocidos aquí ¿Tú crees que esto va a funcionar?
—Soltó una risita— No tienes que preocuparte Matteo, no ahora que por fin salimos de Sandbach y tenemos la oportunidad de hacer algo por nuestras vidas ¿Qué tenemos que perder?
Matteo apretó con fuerza sus labios en una línea, para después sonreírle a Alex y volver a mirar por la ventana, pensando que su amigo estaba en lo cierto.
Todos los días eran iguales, cosa que Gabriel odiaba. Siempre fue un amante de los viajes, de salir con sus amigos y de pasar un buen rato, y una vez que ya no pudo hacer eso, nada volvió a ser igual que antes.
Ya no le importaba salir, ni viajar, ni conocer nuevas personas, ya no sentía lo que solía sentir, no a partir de lo que ocurrió.
Desde el día que apagaron sus ojos y se le privó de las maravillas que el mundo le ofrecía que Gabriel... Ya no era Gabriel.
Estaba bien, se sentía mejor que antes, eso estaba claro; era independiente y estaba acostumbrado a vivir así, había aprendido a hacerlo con facilidad. Le gustaba salir a dar paseos con su mascota, le gustaba escuchar el sonido de la lluvia y tomar chocolate caliente, le gustaba cuando su mejor amigo Evan lo visitaba a diario y le encantaba cuando su madre le preparaba sus platos favoritos. No obstante, aquel vacío de arrebato de lo que alguna vez fue permanecía ahí, y por mucho que le doliera y odiara aceptarlo, estaba seguro que así sería por el resto de su vida.
Existía una esperanza, Gabriel lo sabía. Los médicos se lo habían dicho, sin embargo, no estaba seguro ni mucho menos ilusionado. Prefería dejar que las cosas fluyeran y que todo pasara a su tiempo, ahorrándose así más dolor del necesario.
Esa mañana no se salvó de ser como la anterior, se levantó y después de una larga ducha volvió a recostarse en su cama, pensando. Gabriel pensaba mucho, aunque no siempre era bueno ya que la mayoría de las veces terminaba confundiéndose o se inventaba historias que eran totalmente absurdas.
Buscó su teléfono con la mano para saber la hora y una vez que la voz de la asistente personal le indicó las nueve y media, confirmó que Evan pronto estaría haciéndose presente en su casa.