Desperté en mi cama con mi cuerpo temblando y mi mente confundida.
No sé si se debía a mi hambruna, o a mi discusión con mis padres o una combinación de ambas. Pero me sentía muy débil al igual que cansada. Y no me gustaba aquella sensación, porque sabía que no podría moverme casi, que tendría que actuar como si la comida no me diera miedo; como si nada en mí estuviera mal. Cosa que me aterraba, pues, aunque era consciente de que debería comer con normalidad por un par de días como si nada, sabía que una parte de mí no lo aguantaría.
De tan solo pensar en aquella idea, comencé a sentir una gran impotencia.
—¿Kiara? —Escuché la voz de mi padre por el pasillo.
Segundos más tarde, apareció en mi habitación con sus ojos llenos de una mezcla entre preocupación y alivio.
Traté de mantener la compostura al verle así. No quería que la culpabilidad me jugara una mala pasada.
—¿Qué hora es? —pregunté con la voz ronca.
—Son las cinco de la mañana —Hizo una pausa para sentarse en la cama, junto a mí—. Te despertaste al rato de desmayarte, pero estabas tan débil y angustiada. Así que decidimos darte algo para que descansaras.
Acto seguido mi padre posó su mano en mi mejilla para acariciarla con delicadeza.
Intenté no emocionarme ni sorprenderme. Hacía tanto tiempo que no me sentía así de querida, que se me había olvidado cómo reaccionar ante una muestra de cariño física.
—Estábamos tan preocupados... —A los pocos segundos, mi padre me abrazó. Me abrazo como si pudiera desvanecerme entre sus brazos y él hiciera todo lo posible para que aquello no pasara.
Cerré los ojos para aguantarme las lágrimas.
—Lo siento, papá —contesté en un hilo de voz mientras le abrazaba también.
Ya ni sabía si me disculpaba por ser un desastre o por preocuparle. Pero sentía la necesidad de decirlo.
La culpabilidad se había abierto paso dentro de mí, y aquello significaba que me sentiría mal por el resto del día; que mi mente se encargaría de recordarme el caos que era.
—No pidas perdón, mi vida. Estás pasando por una época estresante, tu madre se pasó contigo, y yo no he hecho nada para evitarlo ni para tratar de ayudarte...—Hizo una pausa para procurar no derrumbarse. Eso provocó que me sintiera más culpable—. Cada día se te ve más ausente —comentó con voz temblante—. No quiero que sufras, aún menos en silencio o por nuestra culpa.
Me apretó más hacia él.
Si seguía así, acabaría por romperme completamente entre sus brazos. Cosa que no quería que pasara, ya que sería admitir que estaba vacía, rota, corrompida. Y me negaba a salir de mi burbuja.
Tenía miedo a volver a ser la de antes; tenía miedo de tener que enfrentarme a la realidad; tenía miedo a vivir.
Además, aunque una parte de mí supiera que me estaba destruyendo cuando me mataba de hambre o vomitaba, no quería dejarlo. Me había vuelto adicta al dolor, pues era la única manera de no sentirme muerta en vida.
Después de todo, necesitaba sentir algo.
—No importa, de verdad —dije intentando consolarle.
—Sí importa —Deshizo el abrazo para poder mirar directamente a mis ojos—. No queremos verte así.
Fruncí el ceño al escuchar aquel "queremos".
—¿Queremos? —pregunté con retintín.
Aquella pregunta dejó a mi padre descolocado por un momento, mas, segundos después, pareció entender lo que quería decir.
—Hija, sé que tu madre es una mujer difícil, que debería dejar de pagar sus frustraciones con los demás. Pero si sigo casado con ella es porque sé que tiene cosas muy buenas. Aunque últimamente haya sacado más su peor lado —me explicó tratando de convencerme de que ella me quería.
Ahogué mis ganas de querer reír irónicamente.
—Eso no justifica vuestras peleas ni que me haya dicho todo lo que me dijo —contesté con el tono más duro.
Él suspiró algo cansado.
—Mejor bajemos a desayunar, tienes que reponer fuerzas —sentenció en un tono más distante.
Como era de esperar, volvió a huir. Eso es lo que más odiaba de él, a parte de su excesiva sobreprotección. Siempre escapaba de los problemas, miraba hacia otro lado cuando las cosas iban mal. Y aunque, a excepción de mi madre, en momentos de calma, era más compasivo, me apoyaba y sí me creía que él me quisiera ver feliz. Sin embargo, su cobardía le impedía mostrar ese apoyo en los momentos donde más necesitaba compasión. Por lo que, lo quisiera o no, me hacía sentir sola a la vez que desprotegida.
No obstante, al ver que mi padre me estaba esperando en la puerta, tragué mi decepción hacia él para levantarme de la cama con desgana. No quería comer, mas no había otra opción. Al menos no hoy.
Una vez levantada, mis piernas fallaron por un segundo. Pero intenté disimular para que mi padre no se preocupase por si volvía a desmayarme. Segundos después, salí de la habitación como si nada pasara, como si no quisiera salir corriendo con tal de no comer.
Con cada paso que daba en dirección a la cocina, mi corazón se aceleraba mientras que el pánico se apoderaba de mí.
No quería comer, por muy débil, por muy hambrienta, que estuviera. Detestaba aquella idea, pues sabía lo que vendría después; destrucción al igual que desesperación.
Quería tener el control. Sin embargo, era tarde para arriesgarse. Tenía los ojos de mi padre sobre mí, así que no podía jugar con fuego. Lo cual me aterraba.
De tan solo pensar en no poder deshacerme de todas aquellas calorías, de aquellos puñeteros números, de tener que tragarme el asco hacia mí misma y fingir que todo estaba bien, me daban ganas de derrumbarme allí mismo.
—Kiara —dijo mi padre una vez ya en la cocina.
—¿Sí? —respondí dudosa.
Él se acercó más a mí para posar sus manos en mis hombros. Me tensé cuando lo hizo.
Desde hace algún tiempo, el tacto me incomodaba. Me angustiaba la idea de ser consciente de cada parte de mi propio cuerpo.