Era verano y Mía necesitaba reunir dinero para cuando regresara a la rutina: la escuela y el trabajo.
Renuncia al odio y serás libre, leyó Mia en una pared. Debajo firmaba "movimiento poético" y aquella frase la dejó pensativa. Tal vez era verdad, pues el odio parecía ser un costal pesado sobre su espalda.
En las reuniones de adoración a Dios ella había escuchado que guardar rencor, odiar, destruía el corazón.
“Odiar no es cosa fácil. El odio es como el ácido, que destruye todo lo que toca y así el corazón se va destruyendo al contener ese sentimiento”, había leído Mía en un libro y mientras se dirigía a una entrevista de trabajo, pensaba en el único ser en este mundo al que odiaba con todo su corazón: Christopher Bale.
Él había sido el amor de su vida, su primer amor se podría decir. Pero eso había sucedido mucho tiempo atrás. Ahora sólo sentía un profundo odio por él. El más puro y auténtico odio. Era un sentimiento parecido al amor, que alguna vez sintió. Pero en lugar de desear lo mejor para él, deseaba lo peor.
A diferencia del amor, el odio era como el hierro, duro y agresivo y con la misma intensidad con la que lo había amado, ahora lo odiaba. ¿Por qué? Buena pregunta. Ella pensaba en eso. Lo odiaba porque él la enamoró, la sedujo, la conquistó y después, cuando logró lo que quería, despareció y no volvió a buscarla nunca más.
Sus padres, quienes vivían en una comunidad alejada de la ciudad, le habían advertido que tuviera mucho cuidado con esa clase de hombres. Que solo iban a jugar con sus sentimientos y una vez logrado su propósito, la iban abandonar.
Ella no lo creyó. Ella pensó que Christopher Bale era diferente. Había sido tan lindo al principio, tan detallista y tierno. Siempre lo había sido hasta el día que la convenció para llevarla a aquel motel de paso. Aquel día había marcado su vida para siempre.
Ahora que lo recordaba lo repudiaba más. La había llevado a un motel como si ella fuera una cualquiera. Y ella, pensaba, había sido una estúpida por haberle creído cada una de sus mentiras. Cada una de sus falsas palabras. Todo lo había planeado bien el muy cínico, cada paso, cada momento, cada situación que pasaron juntos, fueron maquinados por su perversa mente para lograr solo una cosa: llevarla a la cama.
Ese había sido su maldito propósito desde el principio. Solo eso quería el muy desgraciado. Había construido un mundo de ilusiones para ella solo con ese propósito. El animal solamente quería tener sexo con ella. Él jamás había sentido lo que ella sintió por él, jamás se enamoró de verdad. Todo lo había fingido para lograr convencerla de ir a ese maldito motel.
Él solamente tenía ese objetivo en mente. Después Mía lo entendió perfectamente, demasiado tarde. Jamás quiso algo formal, jamás quiso conocer a sus papás, jamás tuvo la intención de amarla como ella lo había amado. Ella se sentía una tonta por haber creído tantas cosas. Y se sentía estúpida, engañada, burlada, por haber sido tan ingenua. Pero, ¿quién se hubiera resistido ante aquel hombre tan hermoso? Había fingido muy bien y al final, lo que había hecho, lo convertía en un ser miserable.
Mía movió sus manos para espantar esas memorias, no tenía ánimos de revivir todo el sufrimiento que experimentó después de que el tipo despareció de su vida sin dar explicaciones. Ya no quería recordarlo, estaba cansada, le dolía la cabeza con solo de escuchar el nombre de Christopher y le daban ganas de golpear el aire.
Tenía dos meses entrenando artes marciales los sábados por las tardes, en una escuela cercana a la casa donde rentaba. Al principio fue muy torpe, pero para ese momento ya dominaba bastantes técnicas.
Con muchos esfuerzos avanzaba una carrera en la universidad: terapia física. Y le faltaba solo un año nada más para graduarse. Pero necesitaba ahorrar dinero y en el asilo había visto un cartel donde se solicitaba alguien para el cuidado de una persona con dificultades motrices.
Venía un teléfono y ella había llamado. Debía estar al pendiente de un muchacho y había muchas candidatas, pero podría asistir a la entrevista sin problema.
Justo pensaba en eso cuando el chofer del auto se detuvo:
─Esta es la dirección, señorita.
Mía entregó un billete al conductor.
─Gracias ─dijo ella─. Guarde el cambio.
─Muchas gracias ─dijo amable el conductor.
Ella se bajó y el auto se marchó.
La puerta de la mansión se alzaba muy alto sobre su cabeza.
Ella tocó el timbre y después de unos segundos una muchacha de servicio abrió la puerta. La saludó con un gesto amable y le preguntó si venía a la entrevista de trabajo.
─Así es ─respondió Mía, moviendo su cabello detrás de la oreja.
─Pase ─dijo con amabilidad la muchacha y Mía entró.
Por dentro la casona era mucho más amplia y esplendorosa de lo que parecía por fuera. Había un camino de adoquines en dirección a una puerta de cristal y Mia seguía a la muchacha muy de cerca, admirando todo alrededor. Había una pequeña muralla ornamental, cubierta de enredaderas y sobre ella se veían rosas de diversos colores.