—Por amor al Señor, Bea, vas a partirme el brazo —siseó a la dama junto ella. Lady Beatrice, su prima e hija de los condes Spencer, se aferraba a su brazo izquierdo como si su vida dependiera de ello.
—No mires, pero hay un caballero que no te quita los ojos de encima —susurró su prima, el abanico con país de seda y encaje azules que sostenía en la otra mano, la que no le fracturaba el brazo, ocultaba la mitad inferior de su rostro.
A pesar de la advertencia, su cabeza rubia, engalanada con un elaborado peinado alto, se movió por sí sola hacia la dirección que la dama Spencer miraba.
—Señor, Harriet, tú sentido de la discreción me abruma —reprendió lady Bea entre dientes al verla hacer lo contrario a lo que le pidió.
A dos pilares de distancia, sus ojos aguamarina detectaron a un par de caballeros que conversaban con las cabezas inclinadas hacia el otro por lo que adivinó que debían estar compartiendo algún tipo de confidencia. Apartó la mirada de ellos en busca del otro caballero, ese que según su prima no podía quitarle los ojos de encima; vio muchos, decenas de hombres pululaban en el salón de los condes de Perth, pero ninguno le prestaba la más mínima atención.
—No se compara con tu capacidad para fantasear —retrucó lady Harriet mirándola de vuelta—. No vi un solo caballero pendiente de mí.
—¿Además de los diez que ya te han pedido un baile quieres decir? —Lady Bea abanicaba su rostro con suavidad, con movimientos fluidos y elegantes.
Lady Harriet contuvo el impulso de emitir un nada decoroso bufido.
—Cantidad no significa calidad, querida.
Lady Spencer sonrió detrás de su abanico.
—A veces es mejor que nada.
A pesar de que las palabras de la dama Spencer carecían de amargura, lady Harriet sabía que el hecho de que su carnet de baile estuviera mortalmente vacío era una espina que traía clavada en el costado. Situación que no se explicaba puesto que su prima era una hermosa dama de ojos castaños y melena negra. Cierto que su figura era un poco más robusta de lo que se consideraba socialmente aceptable, pero a su ver eso no le restaba belleza en absoluto, por el contrario, en más de una ocasión había pescado a algún caballero mirándola como si frente a ellos tuvieran un apetecible postre.
—No siempre, querida. No siempre —murmuró al ver a Ralph Van Keppel, tercer hijo del conde de Albemarle, que caminaba hacia ella para reclamar su baile.
Lady Bea no tuvo ocasión de responder, Van Keppel ya estaba frente a ellas y se inclinaba en una reverencia.
Lady Harriet aceptó el brazo del joven y caminó con él hacia el centro del salón para tomar su lugar en la cuadrilla. Esta era su primera temporada y la velada su tercer evento social. Según decía lady Spencer —su tía por parte de madre y la razón por la que el conde de Spencer la acogió en su familia cuando quedó huérfana a los trece años—, su éxito entre los caballeros era inminente y su tío pronto tendría la visita de algún osado pretendiente para pedir su permiso de cortejarla. A juzgar por lo lleno que su carnet se encontraba probablemente tenía razón. No se escondía tras falsa modestia ni renegaba de su belleza, sabía que era hermosa y que sus ojos aguamarina bordeados de un círculo negro —y su rasgo más llamativo—, atraían a los caballeros.
Mientras efectuaba los pasos propios de la cuadrilla y se mezclaba con los otros bailarines, su mirada se cruzó con una de color zafiro que la observaba en el linde del salón. Casi dio un traspié al percibir la intensidad de esta, pero por fortuna pudo recuperar el equilibrio antes de que terminara conociendo a detalle el piso del salón. Continuó el baile con normalidad, si es que a estar pendiente de los caballeros que charlaban en las orillas del salón —en busca de uno en particular—, se le podía llamar así.
En cuanto la pieza terminó, Van Keppel la guio de vuelta junto a lady Bea. Su tía, lady Spencer, ya se encontraba con ella; hecho que su acompañante aprovechó para quedarse a charlar con ella. Aunque más bien se trataba de un monólogo puesto que lady Harriet se limitaba a asentir y negar en los momentos adecuados. Eso hasta que su siguiente compañero de baile apareció para reclamar su turno.
No volvió a ver al caballero de los ojos zafiro en toda la noche, pero hubo momentos en que juraría que alguien la observaba. Más de una vez se preguntó si se trataría del caballero del que le habló lady Bea y si este a su ver sería el dueño de esos ojos que casi la hacen quedar en ridículo durante el baile con Van Keppel. No pudo saber la respuesta y, a su pesar, esperó con ansias el momento de atravesar las puertas del salón de los condes de Winchester la noche siguiente.
Con todo, esta vez no fue necesario que lady Harriet oteara entre los asistentes para buscar al caballero que ocupaba sus pensamientos.
Él vino a su encuentro.
Tenían una hora de haber llegado a casa de los condes, el salón no estaba tan atestado de gente —todavía—, y se podía caminar con libertad por este sin necesidad de cuidarse de chocar con la espalda de alguien. Lady Bea estaba en la mesa de bebidas escoltada por John, —su hermano y vizconde de Althorp—. Lady Spencer estaba de pie a su derecha custodiándola como una celosa guardiana, cuando sus ojos volvieron a encontrarse.
Iba en compañía de otro caballero a quien su tía conocía bien pues lo saludó con familiaridad y este hizo las presentaciones. Se trataban de lord August FitzRoy, séptimo duque de Grafton, y lord Sebastian Cavendish, marqués de Hartington. Para vergüenza de lady Harriet, la mano le sudaba cuando el marqués tomó sus dedos para besarle el dorso, por fortuna los guantes la ayudaron a ocultar el hecho, pero nada pudo impedir que el rubor en sus mejillas fuera notorio.