Prologo

En la colina de Montefalco, donde los viñedos se abrazan al sol y los pinceles capturan la luz como si fuese un suspiro del alma, Laura Leclerc vivía en el silencio de los colores. Era una pintora italiana de mirada profunda y manos que sabían traducir los secretos del mundo en óleo sobre lienzo. Nunca buscó la fama, solo pintar lo que sentía. Pero a veces, los cuadros esconden más de lo que uno ve… y los ojos que los observan no siempre pertenecen a esta realidad.

Una tarde de abril, Laura recibió una invitación inesperada. El Museo Rosenveil, en la ciudad de Praga, un antiguo convento reconvertido en galería, la convocaba a una exclusiva exposición internacional titulada “Sombras del Alma”. Famoso por su arquitectura gótica envuelta en bruma, el Rosenveil tenía la peculiaridad de mostrar obras que desataban emociones tan intensas, que algunos visitantes juraban haber visto moverse los cuadros. Era un lugar que parecía tener memoria, y prefería no olvidar.

Desde el momento en que sus obras fueron colgadas en los muros de piedra, la vida de Laura dio un giro inexplicable. La noche de la inauguración, entre copas de vino oscuro y murmullos en lenguas extranjeras, un hombre se acercó a ella. Alexander Wexford, un inglés de modales refinados y ojos grises como una tormenta a punto de romper el cielo. Era el fundador de Eidolon Corp, una empresa de diseño visual y tecnología inmersiva con sede en Londres, donde la frontera entre arte y percepción parecía desdibujarse.

—A veces, Laura —le dijo Alexander con voz grave, inclinándose apenas sobre su oído—, las pinturas no sólo nos observan… también nos eligen.

Esa frase la perseguiría desde entonces, como el eco de una puerta entreabierta que no se atreve a cerrarse.