Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, cogimos sólo los bultos que quedaban a la vista en el asiento y dejamos lo del maletero. Subimos en el ascensor cinco pisos y entramos en su casa.
A primera vista, daba la impresión de ser más pequeña de lo que se esperaría para una estrella del pop. Pero me encantó. Se veía acogedora y, sobre todo, limpia.
No te enamores de su piso. No te enamores de su piso. No te enamores de su piso.
–Dejemos esto por aquí y tomemos un café. ¿Te parece?
Asentí con la cabeza mientras me descolgaba el bolso.
–Si tienes a mano un analgésico, te lo agradeceré también.
Me senté en el sofá, habiendo dejado las bolsas en el suelo y mi abrigo y bolso sobre una silla. Era un sofá muy mullido, con respaldos altos y chaise longue.
No te enamores del chaise longue. No te enamores del chaise longue.
Él regresó pronto con el café y la pastilla.
–¿Estás bien?
–Sí. Me empieza a doler un poco la cabeza. Eso es todo.
–¿Te apetece hablar?
–Deberíamos, sí. –Él se quedó callado, dándome la oportunidad de empezar–. Para empezar, me gustaría aclarar que no soy tan inútil como puedo haber parecido. Es que hoy… me ha sobrepasado todo un poco. Es la primera vez que comparto piso y… supongo que no había calculado bien todas las posibilidades.
–No he pensado que fueras inútil. De hecho, a mí me pasó algo muy parecido cuando me vine a Madrid por primera vez. Yo aguanté una semana, pero luego me volví a Cáceres con el rabo entre las piernas. Perdón por la expresión. Tiempo después, regresé y, bueno, las cosas me fueron mejor. No hay de qué avergonzarse.
Tuve que recordarme a mí misma que no lo conocía y que siempre tiendo a pensar demasiado bien de las personas.
–También me gustaría saber por qué lo de ahora y por qué lo de antes.
Él sonrió y se llevó dos dedos a los labios. Vi que llevaba un anillo de plata en el pulgar. Uf, menos mal. No me gustan los adornos en los hombres.
–Tendrás que explicarte mejor.
–Me refiero a que por qué me estás ayudando… –No sabía cómo expresar la segunda parte–. Y por qué… lo de antes… en la calle… con el abrigo.
Él se rascó la frente con la otra mano. Ningún anillo más.
–Te ayudo porque me… caes bien.
–¡Pero no me conoces!
– Bueno, yo tampoco lo acabo de entender. – Silencio–. En cuanto a lo de antes… –Pausa–. La verdad es que lo entiendo todavía menos. –Otra pausa–. Digamos que… me resultaste familiar a pesar de no conocerte. Y deseaba hacerlo.
Me sentía presuntuosa por querer decir lo que quería decir. Pero sentirme así era el resultado de una baja autoestima. Era lo que me había llevado a tener varias relaciones tóxicas y me había prometido no volver a sentirme pequeña ante nadie.
–No quiero acostarme contigo –dije casi desafiante. En realidad, el tono se debió al esfuerzo que tuve que hacer para no sentirme ridícula diciéndolo. Le había puesto a huevo, como suele decirse, que me respondiera con desdén: Yo tampoco. Eso en la versión más suave del desdén.