Valery vivía en una linda casona colonial junto con sus padres y sus dos hermanos menores, estudiaba la carrera de sus sueños en una de las mejores universidades de la región y trabajaba a medio tiempo en la biblioteca de la facultad para ganar créditos y un poco del dinero que ahorraba para independizarse lo antes posible. No porque no le gustara su familia, porque tuviese grandes problemas con ellos o se sintiera incómoda en su hogar; más bien por la necesidad de tener un lugar para sí misma, donde ser y estar sin la interrupción de uno de los gemelos, o las insistencias de su madre para que la acompañe a clases de zumba en el parque.
Valery tenía una vida tranquila, normal como cualquier otra, donde lo cotidiano era desayunar en familia y lo más escandaloso sucedía dos veces al año en las reuniones con sus tíos cercanos donde todos quedaban borrachos pero decentes. Por eso, para ella, observar el espectáculo que ofrecía la madre de ese chico desconocido, era algo impactante, lejos de absolutamente todo lo que alguna vez pudo conocer. Y comprendió que no sabía nada, que no conocía otras realidades que no fueran la suya, que su círculo de amigos estaba compuesto por gente igual a ella y que, antes de aquel día, jamás se hubiese imaginado que ese tipo de cosas existiesen tan próximas a su vida.
La mujer, cuyo cabello castaño se enredaba bajo su cintura, abrió los ojos, pero era como si no mirase nada, o así lo sintió Valery, le dio miedo ver como se le ponían blancos lo que, sumado a la delgadez de su rostro, la hacían ver aterradora, como si todo se hubiese drenado de ella, los pómulos, los labios, la vida. El llanto del pequeño de rostro manchado no mejoraba la situación, mas a pesar de sus instintos, no pudo prestarle demasiada atención. Toda recaía en el cuerpo inamovible que reposaba sobre la alfombra marrón, sucia y desgastada.
El llanto cesó. Una mano cálida sobre la suya le devolvió la capacidad de moverse, pero no sabía que dirección tomar. La verdad es que no lograba quitar esa imagen de su cabeza, como la aguja perforaba la carne, como la mano temblaba insegura, sedienta por más. Sólo podía pensar en la desesperación, en el dolor, en cualquier sentimiento que llevara a esa mujer, madre de dos chicos, a acudir a aquello. Tampoco conseguía ponerse en el lugar de Ezra, en la furia, la soledad, la responsabilidad de cuidar a su hermano pequeño. Quiso ayudarlo, pero no sabía como y, aunque supiera, no estaba segura de que él aceptara su ayuda.
—No podemos ayudar a quien no quiere ser ayudado —decía su madre—, el único que puede hacerlo, es él mismo.
Una puerta cerrándose fue el anuncio necesario para volver a la realidad. Ahora se encontraba en una pequeña habitación gris, increíblemente ordenada comparada con el resto de la casa, sólo unas camisetas en el piso de alfombra azul y un montón de hojas sueltas sobre un escritorio de madera desentonaban con el ambiente. Dos guitarras, una acústica y una eléctrica de color negro, colgaban de la pared, junto a varios afiches de bandas que no pudo identificar pero que deducía, eran de rock; sin embargo, lo que más llamó su atención fue que todo lo que había visto hasta el momento estaba encadenado y adherido a las paredes, prefirió no preguntar la razón.
De pronto, interrumpiendo el panorama, los ojos marrones de Ezra se toparon con los suyos, mas jamás los vio tan tristes como en aquella ocasión. No eran los gélidos orbes avellana que acostumbraban a mirarla con indiferencia, estos eran casi transparentes, melancólicos y atribulados.
Valery no pudo mantenerse mucho tiempo fija en ellos. Reaccionó de repente, como si tomara toda esa pena y la convirtiera en acciones útiles, en un motor potente que insistía en hacer algo, como demandaba su naturaleza. Tomó su bolso, buscó las toallitas desmaquillantes que siempre portaba y se inclinó para pasar una por el rostro del niño que ahora, visiblemente calmado, estaba sentado sobre la cama jugando con un par de autos.
—Yo lo hago —escuchó la voz ronca de Ezra, prefirió obedecer. Le tendió la toallita y dejó su bolso sobre la cama—. Puedes sentarte también —volvió a obedecer, más que nada porque no quería ser una molestia para alguien que ya tenía demasiadas en su vida. Incluso, si hubiese sabido todo antes, ni siquiera recurriría a él por ayuda.
Vio como el muchacho con suma delicadeza se hacía cargo de su hermano, como lo aseaba o le decía palabras en un tono suave, tan impropio de él. Observó las manos finas y duras al mismo tiempo, como quien posee la destreza para tocar la guitarra y la fuerza para levantar varias veces su propio peso. En un momento se encontró pensando en todas las cosas que Ezra podría hacer con sus manos, cosas que de seguro eran buenas, aunque la reputación que le precedía afirmara lo contrario.
—Voy a buscar la leche de Tomás, si quieres enciendes la tele o no sé, ¿puedes cuidarlo un segundo?
—Yo... ¿no te molesta que esté aquí, verdad?
—Si me molestara no estarías aquí, ¿puedes, o no?