Había algo que me decía que no sería un día tan bueno. Tal vez fue la sensación que se acumulaba en mi pecho, o tal vez era la mirada enojada de mi coordinador mientras me aproximaba a su oficina. Fabián rara vez se molestaba tanto.
Decidí ir directo a mi cubículo, ya otro día le haría saber que continuaba con la investigación de la compra de cargos públicos que me había prohibido hacer. No corrí con tanta suerte, el hombre gritó mi nombre. Giré sobre mis pies y caminé hacia la oficina muy temida por lo pasantes. Si te llamaban ahí era porque, o escribiste magníficamente un artículo, o lo hiciste tan mal que estaban evaluando tu permanencia.
Fui muy segura, mis artículos nunca estaban tan mal.
Atravesé el umbral de metal y saludé. No me devolvió el saludo. Molesto era poco, estaba fúrico.
—¿Sabes el promedio de lectura por habitante colombiano? —preguntó.
—Cincuenta páginas en un año —respondí de inmediato. Lo sabía porque mi madre tenía una librería que dependía de las estrategias de venta para alcanzar a los pocos lectores del país.
—Y fueron muy generosos con darles 50 páginas. —Se quejó—. Entonces sabrás lo importante que son las imágenes para una revista.
—Por supuesto —concordé, ya que era una realidad. Las personas preferían más imágenes y menos texto.
—El artículo que escribiste no sirve de nada si no tenemos las fotos. Y desecharía su publicación sin problema, pero es un favor. Tiene que publicarse sí o sí. —Se levantó de su escritorio y se retiró los lentes. Su rostro estaba enrojecido de la rabia—. Entonces, ¿quieres explicarme por qué no tengo esas fotos?
—Lo verificaré ya mismo —dije mirando hacia atrás, esperando encontrar a Pedro en su cubículo.
—Mañana, último día. Si no las tengo, no te molestes en volver, y te llevas a ese culicagado contigo. —Me despidió de su presencia.
Mejor no preguntarle si ya había leído el correo que le envié.
Salí de la oficina mientras tomaba mi celular y le marcaba a Pedro. Qué ironía, después de no contestarle en tres días, ahora era él quien no contestaba. A buena hora que respondió en el segundo timbrazo, porque no iba a esperar al tercero. No dejé que hablara.
—Será mejor que me envíes esas fotos ahora mismo. Editadas, Pedro. Ahora mismo. —Gruñí las palabras y colgué. Me senté en mi silla y esperé a calmarme para encender la computadora y cumplir con mis pendientes. Mi celular vibró. El nombre del fotógrafo apareció en la pantalla. Pensé en no contestar, pero mi pasantía estaba en juego. Tenía que completar por lo menos las horas de requisito para la universidad—. ¿Qué?
Tartamudeo y no le entendí.
—Cálmate y habla palabra por palabra, que no te estoy entendiendo un pepino —lo regañé. Las pronunció una a una, y conforme las digería, me puse de pie—. Repite lo que dijiste, porque creo que escuché mal —le pedí lo más amable que pude.
—Perdí la cámara —repitió. Sus palabras temblaron—. La memoria estaba dentro.
El balde de agua fría me dejó paralizada. No había forma de recuperar esas fotos, dudaba que Pedro haya conectado la cámara con la nube del correo de la empresa. Se lo pedí demasiadas veces, pero siempre lo aplazaba. Estúpido, estúpido, estúpido.
Tal vez la que merecía los insultos era yo. ¿Cómo se me ocurrió recomendar a Pedro para el trabajo? Lo más irónico era que él sí ganaba un sueldo y yo no. Si lo tuviera enfrente, lo golpearía.
Respiré hondo varias veces. Mente fría, Melanie. Mente fría.
—¿Dónde lo perdiste? —le pregunté mientras volvía a poner mi mochila sobre mis hombros y colocaba la silla en su lugar. Comencé a caminar hacia la salida—. Debió ser en el hotel, no recuerdo que salieras con ella. ¿Llamaste a preguntar?
—Sí, incluso fui yo mismo, pero no está, nadie me da razón —dijo casi llorando. Tal vez ya lo había hecho. Aparte del problema de las fotos, estaba el lío del costo de la cámara. No sabía mucho de eso, pero debía ser carísima por cómo se veía. Llamé al elevador y abrió enseguida. Presioné el botón a la planta baja.
—Por supuesto que nadie te dará la razón. Alguien pudo haberla tomado aprovechando que estabas borracho —le reproché—. ¿Cómo no lo pensaste? Eres un irresponsable.
—Perdón, no se me ocurrió —dijo esta vez ya llorando. Quise golpearlo, pero afortunadamente para él, estaba lejos de mí. Estúpido post adolescente. Salí del elevador.
—¿En dónde estabas la última vez que viste la cámara? —le pregunté una vez estuve en la calle. Varios periodistas pasantes estaban en la recepción. No quería que escuchen el problema en el que estaba y vayan con el chisme.
—En el bar, conversando con el bartender. La cámara estaba a mi lado —dijo sorbiendo.
—¿Recuerdas cuando el señor Campbell te llevó a su habitación? —pregunté.
—¿Estuve en la habitación de Campbell? —Devolvió la pregunta. Apreté mis ojos. Insultos variados se pasearon por mi cabeza. Le colgué.
Mientras caminaba hacia la parada de autobús, busqué el número que me había llamado a las 3 de la mañana aquel domingo. Lo encontré rápido. Dude en presionar llamar, pero lo hice finalmente. No perdía nada con preguntar. El teléfono sonó hasta que pedía que se deje un mensaje. Colgué cuando vi al transporte aproximarse. Cuando pasaron quince minutos de viaje, volví a intentar con la llamada y tampoco hubo respuesta.