Cuando salga el sol

23 | Me bajo del barco

Luc

 

—¡Solo te estoy pidiendo una cena! —gritó con fuerza. Intenté acercarme a ella, quizá si la abrazaba y le volvía a pedir perdón dejara de gritar. Necesitaba un momento de silencio. Un poco de calma. Pero Alyn se apartó de mí y continuó gritando—. ¿Es tan difícil hacer vida en pareja? Dime, Luc, ¿te es tan difícil quererme?

—No digas eso. Sabes que te quiero.

—Cualquiera lo diría. Llevas días encerrado en casa, apenas me haces caso.

—He estado cansado.

Y no solo físicamente. El cansancio mental con que el que llevaba cargando desde meses atrás me estaba dejando sin fuerzas. A diferencia de otras veces, no tenía ni el ánimo ni la energía suficiente para luchar por el perdón de Alyn. De todas formas, las discusiones llegaban a su fin cuando así ella lo dictaba.

Me dejé caer sobre el sillón y me froté la cara.

—¿De qué? ¿De hacer dibujitos en tu dichosa tableta? Ni siquiera vas a clase, has dejado la carrera.

—He intentado buscar algo de inspiración —a comparación de ella, mi voz sonaba mucho más baja.

—¿Inspiración? —Soltó una risa amarga. Mis ojos se volvieron vidriosos—. ¿No te has replanteado que quizá esto no es lo tuyo? Hacer dibujitos para cuentos infantiles no te va a dar una casa, ya hemos hablado de eso.

—Pero me hace feliz.

«Me hacía feliz».

—Está bien. Entonces haz eso, desperdicia tu tiempo en tus tonterías y déjame en paz —su voz áspera y cruel mientras se daba la vuelta y caminaba hacia nuestra habitación. Seguí sus pasos, pero me detuve cuando me cerró la puerta en las narices—. No te molestes en entrar.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y ya no sabía a qué se debía, si a mi incapacidad de dibujar y de sentirme bien con ello o a la nueva discusión que nos estaba volviendo a distanciar. Llevábamos meses así, suspendidos en un fino hilo que temblaba cada vez que hacía algo mal. Porque siempre era yo. Siempre era mi culpa. 

Con la mirada fija en la puerta, me pregunté a mí mismo en qué momento las cosas habían empezado a ir mal. El bajón emocional con el que había estado luchando los últimos seis meses parecía que solo acababa de empezar. Por más que quisiera, algo tan simple como ponerme en contacto con mis amigos y familia requería de una fuerza que ya no tenía. Mi carrera, aquella que con tantas ganas e ilusiones había empezado, ya no tenía sentido. Los días se habían vuelto más aburridos y la presencia de Alyn parecía volverse cada vez más absorbente y dominante. Estaba en todas partes y, sin embargo, me sentía tan solo e incomprendido...

—Alyn. —Llamé dos veces más a la puerta—. Por favor, déjame pasar. 

Quería que me diera la oportunidad de explicarme y de intentar que entendiera mi distanciamiento. Aunque, para ser sincero, ni siquiera sabía por qué estaba intentando arreglar las cosas, sabía que Alyn pasaría de mí hasta que su enfado disminuyera considerablemente. No sería hasta tiempo más tarde cuando descubriría que aquella forma de castigo recibía el nombre de ley del hielo.

Al no recibir respuesta, solté un suspiro tembloroso y me mentalicé para la noche en vela que pasaría. No iba a poder dormir por culpa de la ansiedad.

—¿Puedo, al menos, entrar a por mi tableta?

Otro silencio como respuesta. Me dije a mí mismo que estaba en todo mi derecho de abrir la puerta y de coger mis cosas porque esa también era mi casa. Pero, entonces, ¿por qué no lo hacía? ¿Qué me impedía entrar en mi habitación y exigirle a Alyn un poco de su tiempo?

«El miedo».

Justo cuando me di la vuelta para volver al sofá, la puerta de la habitación se abrió y algo duro impactó contra mi cabeza antes de estrellarse contra el suelo. Al portazo que dio le siguió un frío y pesado silencio. Me agaché y cogí mi tableta, aquella que con tanto sudor y esfuerzo me había comprado mi familia. Toqué la pantalla rota y me tragué el nudo punzante que se había quedado atascado en mi garganta.

Cogí las llaves de casa y mi cartera y bajé al bar al que últimamente había estado yendo mucho. Cuando no podía dormir, bien por la ansiedad que me creaban nuestras discusiones o por el insomnio que comenzaba a hacerse cada vez más presente en mis noches, bajaba a la calle y pasaba el rato solo en un bar. A diferencia de otras veces, aquella noche tuve de compañera de barra a una chica un poco más mayor que yo. Debía de conocer a una de las trabajadoras, porque estuvo explicándole algo sobre la insistencia de su ex de volver con ella. Debí de prestarle más atención de la necesaria a su conversación, porque la chica se giró hacia mí y recayó en mi curiosidad. Balbuceé una disculpa y ella me sonrío. Creo que era la primera sonrisa sincera que recibía en semanas.

—¿Te gusta escuchar historias ajenas?

—Yo no... No era mi intención. Ha sido un poco difícil no escucharte, no es que sea un entrometido, es que... —No sé si era la vergüenza o el alcohol, pero me vi incapaz de pronunciar una frase completa sin trabarme—. Lo siento mucho, puedo moverme de sitio si te incomoda.

—¿Por qué iba a incomodarme? —preguntó con curiosidad. Me quedé callado y tras sostener su intensa mirada, aparté la vista y la anclé en mi vaso. Unos segundos después, la chica se bajó de su asiento y lo arrastró hasta pegarlo al mío. Me regaló otra sonrisa más antes de decir—: Tienes pinta de ser de los que disfrutan escuchando. ¿Estoy en lo cierto? —Asentí con la cabeza—. ¿Quieres escuchar más historias?

Pensaba que aquella chica había tomado de más y que por eso le estaba contando su vida a un desconocido, pero me equivocaba, porque el líquido transparente de su vaso no era más que agua. Aquella noche escuché su historia, sus líos amorosos y lo libre que se sentía ahora que por fin había roto con el que había sido su pareja durante seis años. Y cuando hubo terminado de hablar, me miró y me animó a ser yo quien se desahogara. Todavía no sé por qué lo hice. Pero lo hice. Me desahogué. Le expliqué lo mucho que echaba de menos a mi familia y lo mucho que deseaba dejar Carolina del Norte y volver a mi ciudad. Volver al mar. Le hablé de mis estudios 'y de mi falta de motivación.




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