Cuando mi padre me dio la noticia del ascenso en su trabajo y una futura mudanza a San Diego, California, no me afectó tanto como pensaba, solía viajar por trabajo más veces de lo usual así que hice dos cosas: Primero, lo felicité por el ascenso y lo segundo, fue preguntarle si mamá iría con él.
Para mi mala suerte, ella no era la única que se mudaría con él.
Tendría que mudarme con ellos y no dudé en reírme en la cara de mi progenitor por largos minutos, pero al ver su rostro serio logré darme cuenta de que no era el Día de los Inocentes y la mudanza no era una broma.
Era más que obvio que tendría que mudarme con ellos, es decir, ¿qué padres dejarían a sus hijos vivir solo cuando tienen solo dieciséis años? Ninguno, respondería cualquiera, pero eso no impidió intentar de convencer a mi padre con la mirada triste digna del gato con botas de Shrek.
Los primeros minutos traté de hacerle ver a mi padre que cambiarme de escuela cuando solo me faltaba un año y medio para terminar la secundaria era una mala idea. Sin embargo, no logré convencerlo de dejarme terminar si quiera mi penúltimo año en la escuela en la que había estado desde que tenía uso de razón.
Después de gritar que estaba arruinando mi vida, salí de mi habitación en busca de mi madre. Intenté con mamá la infalible técnica del gato con botas una vez más, pero siguió fallando. Al parecer, la mirada triste solo funcionaba en animales reales o ficticios.
Traté de buscar soluciones para no tener que mudarme a otro continente con mis tercos progenitores, pero milagrosamente para ellos —desgraciadamente para mí— mi madre había sido trasladada a una nueva sede que abriría la agencia donde trabajaba a San Diego y esa ciudad parecía llamarme a gritos.
Mis padres empezaron con los trámites para cambiarme de escuela y otros tantos para poder mudarnos. Esos papeles que para mucha gente tardarían una eternidad si es que intentaban mudarse a Estados Unidos, fue casi pan comido para mi familia. Mamá era estadounidense y yo tenía esa nacionalidad gracias a ella para poder irme.
A pesar del apresurado cambio de ciudad, mamá la agencia de mamá logró conseguir una casa cerca a la de su hermana mayor. Mi tía Clarisse también había logrado que me aceptaran en la misma escuela que donde estudiaba Chloe, su hija.
Dos días después, ideé planes junto a Lucía, mi mejor amiga. Uno de ellos fue quedarme en su casa para al menos terminar mi penúltimo año en Lima, pero luego de que mis padres hablaran con los suyos, la idea quedó más que descartada.
El segundo gran plan que teníamos era quedarme con Bianca, una de las mejores amigas de mi madre en esa ciudad, pero ella había sido advertida por mi progenitora de no dejarse convencer por mí.
No ideamos un tercer plan, así que no me quedo más opción que comenzar a empacar mis cosas. Aquel jueves me encontraba en mi habitación, o lo que quedaba de ella, ya que todo lo que antes la hacían lucir como mi espacio en ese momento iban guardados en cajas de cartón.
Escuché como alguien tocaba la puerta de la habitación y con un simple "pasa" vi como mi padre entraba en ésta.
— ¿Ya terminaste de guardar todo?
—Sí —suspiré, mientras me dejaba caer en el colchón de mi habitación—. Tal vez Lucas se pase en un rato para despedirse, por si no puede ir mañana al aeropuerto.
—Hija… —el largo suspiro que dejo ir, solo me hizo rodar los ojos al saber lo que venía—, sé que es una situación difícil, pero…
—Debes entender la situación —imité su voz con ironía—. ¿Sabes cuál es el problema, papá? Que no lo entiendo, busque soluciones, pero tú y mamá no accedieron.
—Hija, sabes que no podrías quedarte dando molestias en casa de Lucía.
—Sus papás aceptaron —respondí molesta, levantándome del colchón.
—Pero nosotros no, nuestros pasajes están pagados, mañana estaremos en ese avión te guste o no.
Cuando iba a replicar, sonó el timbre de la puerta principal, escuché como mamá se encargaba de ir a ver quién había llegado, mientras yo volvía a recostarme en el colchón y mi padre me dejaba sola en la habitación.
Odiaba todo eso.
Deseaba más que nunca que todo fuera un sueño, pero tristemente no lo era y odiaba aún más no poder despertar de esa maldita pesadilla.
El sonido de alguien tocando mi puerta resonó en la habitación, pero no me levanté y crucé los brazos sobre mi frente.
—No quiero ver a nadie —respondí, arrojando un peluche que estaba al alcance de mi mano en dirección a la puerta.
— ¿Ni si quiera a mí?
La voz de Lucas hizo que me levantará de un salto de la cama cuando él ya iba entrando en la habitación. Me levanté de un salto de la cama y fui corriendo hacia él, con un pequeño impulso, salté a sus brazos rodeando su cintura con mis piernas y el cuello con mis brazos.
—Pensé que no querías hablar con nadie —me susurró burlón en el oído.
Y por fin sonreí de verdad, empecé a dejar besos por todo su rostro, exceptuando sus labios.
—Te extrañé —besé la punta de su nariz.