Cuando te pregunten por mí, háblales del día que rescatamos un gato tuerto. Que estábamos castigados en mi casa por habernos ensuciado la ropa de tierra y que o vimos caer del techo al suelo del patio. Que era la bola de pelo más fea que haya caminado por el mundo, y que fue por eso que lo adoptamos. Que le dimos comida, y le atendimos la patita que se había lastimado al caer. Que le pusimos Clayton, por el guardia viejo que no nos dejaba entrar al cine por las noches. Y que me arañó el brazo la primera vez que intenté acariciarlo, el gato Clayton, no el humano Clayton.
También deberías contar, porque fue vergonzosamente largo el tiempo que nos tomó descubrirlo, que Clayton era en realidad hembra, y que parecía más gordo cada día porque estaba esperando gatitos.
Cuéntales de los días que pasamos en vela dándole cariños por la madrugada para que no se sintiera mal. Como lloraste el día que dio la luz y cargaste los cinco gatitos a la vez. Que Clayton, porque ya no le íbamos a cambiar el nombre, me dejó abrazarla y esa noche dormí con seis gatos en el regazo y tú tan cómoda en mi cama.
Trata de no reírte mucho cuando les digas, porque sé que lo harás, que tres de esos gatitos me arruinaron tres pullovers distintos con sus necesidades. Que decía cada tarde que estaba cansado de ellos, pero que aún así no quería darlos en adopción porque eran una familia y las familias no deberían separarse.
Quiero que les cuentes, ya que estás en ello, que estuve despierto dos noches seguidas porque Clayton se había escapado de la casa y no tenía idea de dónde estaba.
También lo mucho que te reíste cuando la viste regresar a mi casa con su nuevo “novio”. Y que yo me convertí en madre de los gatitos hasta que les encontramos un nuevo hogar.
Diles que tuvimos que llevarla al veterinario, háblales de ese día, pero no les digas lo que pasó después. Sólo déjales saber que Clayton estaba vieja y había vivido una buena vida.
Y por esta vez te voy a dejar que cuentes cómo lloramos abrazados frente a un montoncito de tierra en el jardín trasero de mi casa, y cómo nos descubrieron así nuestros padres cuando te vinieron a buscar.
Cuéntales, ya que estás, que aquella fue la primera vez que te di un beso en la mejilla.