Cuando te pregunten por mí, no olvides contar la historia de las gallinas. Y de cómo nos negamos a montar a caballo porque aquel animal nos estaba mirando mal.
Háblales del viaje en carreta por aquel trillo sin pavimentar hacia casa de tu tío. De que no pudimos encontrar por ningún lado el sueño la noche anterior porque seguíamos adivinando qué nos encontraríamos en aquel “bosque”. Era un terreno nuevo e inexplorado, que prometía estar lleno de aventuras y grandes bestias que dominar.
Resultó que la peor bestia a la que nos enfrentamos fue una gallina con mal carácter.
Diles lo ilusionados que estábamos cuando llegamos a la finca, y cómo me dijiste tonto por pensar que tu tío era Santa. ¿Qué culpa habré tenido yo de confundirlo cuando aquel hombre era canoso, barbudo, y barrigón? Además de aquella risa profunda y las manos, por supuesto, callosas de hacer juguetes.
Cuéntales cómo lo primero que nos llevó a ver fueron los cerdos, que vivían para dormir, comer y embarrarse de lodo, y que nos miraban con la confianza de quien no sabe que va a ser comido en un día festivo.
Luego fueron los conejos, que parecían peluches. Diles que vimos a esos peluches acercarse entre ellos más de lo necesario y esa fue la primera vez que oímos la frase “follar como conejos”, y de paso aprendimos lo que era follar. No te olvides de hablarles de la puntería de tu madre, que cuando escuchó lo que el viejo Martin nos enseñaba, le lanzó una sartén con tal precisión que lo golpeó directo en el cogote.
Después de aquello nos dejaron explorar cuanto quisimos, fue cuando nos encontramos con las infames gallinas y cometimos el error de querer tocar uno de los pollitos que caminaban por allí. Al final terminamos corriendo delante de un ave tres veces más pequeña que nosotros y, en tus palabras, más temible que un gorila.
Déjalos que se burlen de nosotros como lo hicieron los adultos que estaban allí.
Si alguna vez te preguntan por mí, no dejes de decirles que siempre quise ser un vaquero y me acobardé ante la mirada seria, aunque probablemente inofensiva, de una yegua hermosa. Blanca de crin marrón. No había visto jamás un animal tan bonito. Entonces me acobardé, y como tú, bendita seas, nunca me dejaste pasar una vergüenza sólo tampoco te montaste en ella.
–Se vería más bonita sin todos esos amarres –le dijiste a tu tío y él se limitó a encoger los hombros.
Ese día aprendimos también el concepto de libertad, y de cómo pueden arrebatársela a los más débiles los poderosos.
Nos fuimos justo cuando se ponía el sol, y, si te preguntan por mí, quiero que esto quede claro, diles que esa fue la primera vez que supe que harías algo grande, aunque lo más probable es que no lo haya entendido en el momento, lo hago ahora. Porque aquel día, cuando el sol estaba a punto de esconderse, y el cielo lucía deliciosos colores pastel, le hablaste a tu mamá de la libertad, y cuando ella te preguntó qué creías tú que era la libertad, levantaste la barbilla y sonreíste tan confiada.
–Libertad es poder correr a donde quiera, poder abrir los brazos y que nada me acorrale, poder cantar bien alto y que nadie me mande a callar.
Y tu mamá te entendió. Y tu papá pareció asombrado. Y yo asentí, porque si me hubiesen preguntado qué pensaba yo que era la libertad, hubiese respondido que estar a tu lado. Porque contigo podía correr a donde quisiese, podía abrir los brazos bien ampliamente y cantar a todo pulmón, que tú estarías allí, a mi lado, haciéndolo todo conmigo. Sin trabas, sin amarres, sin jaulas.