Cuatrocientos diecisiete

Cuatrocientos diecisiete

Cuando desperté esa mañana lúgubre y fría con el cielo encapotado, no podía saber lo que el resto del día tenía preparado para mí.

La habitación era blanca, de un blanco inmaculado. Una pequeña ventana era lo único que dejaba entrar la luz que iluminaba de manera muy tenue la habitación, aunque por defecto del cielo nublado, todo se veía con menos color.

El aire era pesado, y me era muy difícil respirar, no sabría decir si por el sentimiento de sofoco, la pesadez del cuerpo, el inmenso sueño que mis ojos aún me reclamaban o el hecho de no recordar nada, ni siquiera mi propio nombre.

Eso no lo puedo explicar. ¿Cómo describir el no saber quién eres? Un miedo que oprime el pecho, un sentimiento de desazón que me ponía los nervios de punta y que parecía recorrer cada centímetro del cuerpo.

Inhalé unas cuantas veces pero era como si el cuarto se vaciara de oxígeno. Pensé que terminaría muriendo en cualquier momento si no me movía de una vez, así que, siguiendo mis instintos, me levanté del colchón en el que había despertado, con una sensación de vértigo el cual temía que haría que me desmayara, sumiendo de nuevo mi conciencia al sueño profundo.

-¿Hola? -pregunté al aire. Mi voz era temblorosa, producto del pánico que intentaba retener-. ¿Alguien me escucha?

La respuesta que obtuve fue el del silencio.

Mis pies descalzos contra el suelo frío me llevaron hacia la única puerta que había, en donde el número "cuatrocientos diecisiete" escrito con pintura negra destacaba en la parte arriba. Fuera de eso, no había ningún otro color que resaltara a la vista en aquella habitación cubierta se blanco. Pero mi mayor horror, fue el descubrir que la puerta no tenía perilla.

-¡Ey! -grité, golpeando a la desdichada con mis puños-. ¡¿Hay alguien ahí?!

El resultado, sin embargo, siguió siendo el mismo.

-Por favor -supliqué con desesperación-. No recuerdo nada.

«Ayúdenme».

No llegó nadie a mi rescate, ni siquiera un ruido que me confirmara la presencia de otro ser viviente. Tenía tantas ganas de llorar y comencé a sollozar con tanta desesperación que no me importó quedarme afónico en un intento de aliviar el nudo en mi garganta y vaciar toda aquella opresión del pecho. Grité y volví a aporrear a aquella desgraciada puerta, pero nadie vino a mí.

Pasó un rato, mis ojos hinchados frutos de mi llanto y el dolor que residía en mi garganta eran los únicos testigos de mi desesperación. De pronto, recordé la pequeña ventana que le daba cierta luminiscencia a mi alcoba.

Me dirigí, pues, a esa esquina del cuarto con renovado vigor e intenté mirar al otro lado, empero, la ventanilla se encontraba a una altura bastante alta y a duras penas, mediante saltos (no había a mi alrededor ninguna silla u otro mueble que me sirviera de apoyo), logré ver solo un poco más el cielo plomizo sin lluvia.

El esfuerzo me había cansado, y me hallaba sentado en la cama intentando recuperar la respiración junto con las fuerzas. No tengo idea de cuánto pasó, pero me encontraba a punto de caer rendido en aquella litera cuando un ruido de algo siendo arrastrado me abrió completamente los ojos.

Se trataba de un plato de comida, o al menos podía señalarlo como tal: un plato de unicel lleno de un líquido amarillo sin olor, con una pequeña nota a un lado con una única indicación: "Come".

Ahí caí en cuenta del hambre que tenía, pero hice caso omiso de ella. ¡Había alguien afuera! ¡No estaba solo!

-¡¿Qué está ocurriendo?! -grité, pero nadie respondió. No lo podía creer. Más que aliviado, fue frustrante saber que había una persona al otro lado y que, aun así no recibía ninguna contestación por su parte.

Un odio sin control dominó mis pensamientos, grité en cólera, intenté romper todo posible que se hallara a mi alrededor aunque lo único que logré fue derramar mi único alimento y desordenar la cama, la cual estaba constituida al parecer por un material complicado y resistible. Respiraba con dificultad, observando todo el desastre cuando escuché unos golpes en la puerta.

Mi corazón saltó desbocado, sorprendido de que al fin alguien decidiera interactuar conmigo.

-¿Quién es? -pregunté afónico. Mi garganta rasposa me comenzaba a doler, la boca la tenía reseca y me sentía tan sediento y aun así, solo deseaba una cosa: hablar.

Una voz femenina, dura y autoritaria atravesó la pared.

-¿Todo en orden cuatrocientos diecisiete?

Corrí hacia el origen de la voz, pegando mi oído a la puerta con tanto ahínco como mi conciencia me lo rogaba.

-¿Quién soy? -era lo primero que quería saber.

-Número cuatrocientos diecisiete, ese es...

-¡Mi nombre, quiero saber mi nombre! -exigí.

La voz guardó silencio.

-Tu solicitud es denegada -y antes de que pudiera preguntar a qué se refería, aquella voz (perteneciente a una mujer mayor) continuó hablando-. Hace más de cinco años que has perdido la memoria.

Eso me desmoralizó. No podía haber pasado tanto tiempo, estaba seguro de que se trataba de una pesadilla, ¡Acababa de despertar solo hoy!

-Es mentira...

-No lo es -guardó silencio. Fue como si dudara en si era bueno o no otorgarme más información, quise exigirle que hablara, aunque eso al parecer no resultó necesario.

Lo que me dijo después, fue la gota que colmó el vaso. Lloré y lloré como nunca había llorado aunque no recordaba si alguna vez lo había hecho. Todavía no encuentro las palabras exactas para describir las emociones que me embargaron en ese instante, cuando la expositora relataba los hechos uno por uno, dejando lo peor para el final, con un tono tan metódico y rutinario como si ya lo hubiera hecho antes, aumentando el terror que corría en cada una de mis venas.

-Asesinaste a tu familia y ahora, a causa de tu intento de suicidio has perdido la memoria -luego, una última pausa-. La pierdes todos los días.



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En el texto hay: relato corto, suspenso

Editado: 28.12.2019

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