Todavía...
A la mujer y la gata no le dé por contrariarla
Mendel no hacía más que poner verdes a los monjes de su monasterio. Pero no de un verde cualquiera: ¡era un guisante! En su huerto ya no cabía ni media lechuga... ¡Sólo guisantes! Los pobres monjes los tenían que mojar en la leche del desayuno, comer, merendar y cenar. Así fue cómo, después de cultivarlos a toneladas, Mendel terminó ganándose la confianza de los guisantes... y éstos le susurraron al oído uno de los secretos mejor guardados de la naturaleza.
Editado: 30.04.2020