Había una vez un zorrillo muy astuto al que todos los hombres le tenían respeto, nadie en la comarca lo molestaba y por lo tanto se paseaba todas las noches cerca de las casas pero no se metía a éstas, ni siquiera en busca de alimento. Una noche se perdieron algunas aves de corral que había en las casas, y así noche tras noche se siguieron perdiendo.
El perro que custodiaba jamás escuchó ni vio cómo se iban perdiendo las aves.
Hombres y mujeres de inmediato culparon al zorrillo como causante de la pérdida de sus animales; se aconsejaron y escogieron algunos perros, de los más bravos, los adiestraron para perseguir animales de monte y los amarraron cerca de sus cassas para salvaguardar sus gallineros.
Pasaron aproximadamente ocho días y nuevamente se perdieron otros totolitos y pollitos; los señores se enojaron más, y decidieron soltar a los perros guardianes para que persiguieran al zorrillo, que supuestamente era el culpable de las fechorías. Éste únicamente se defendía rociándolos con sus flatulencias y por ello, los perros nunca lo pudieron capturar.
Nuevamente los señores se reunieron y platicaron sobre la forma de cazar al zorrillo. Los ancianos del pueblo opinaron que pusieran veneno en algunas aves y se las pusieron a manera de carnada, cerca de sus casas. Así lo hicieron y, al día siguiente el grupo de habitantes se trasladó a la entrada de una cueva, donde se suponían que el zorrillo se escondía.
Para su sorpresa encontraron a una enorme víbora que en la boca tenía atorado a uno de los polluelos carnada y ambos agonizaban; observaron cómo la víbora al poco rato murió.
Los señores se arrepintieron de haber culpado injustamente al zorrillo y desde entonces se sabe que los zorrillos no comen pollos.
Esta historia nos enseña que no debemos culpar a alguien sin antes tener pruebas contundentes.