Cuentos

EL ÉXTASIS

EL EXTASIS

"Contemplaba extasiada el cielo color añil. Y me quedé ahí, entendiendo que yo adoro a mi Brasil. Mi mirada se posó en la arboleda que existe empezando la calle Pedro Vicente. Las hojas se movían, pensé: ellas están aplaudiendo mi gesto de amor a mi patria…"

La había amado desde que había podido reconocerla por sus olores y sus sabores.  Desde que la muchedumbre se apretujaba en el centro de la plaza a rezar a la imagen del Cristo Redentor. Amado mucho más cuando vi los ojos de Joao, por primera vez, y me asombro su iris de kiwi.   La gente rezaba para que lloviera, imploraba al creador una furiosa tormenta.   Imploraba rayos, vientos huracanados.  Las hojas del árbol estaban secas, crujían.  En mi delirio yo pensaba que aplaudían.  Estaban sedientas, como yo, como Joao, moríamos lentamente, pero teníamos fe.  Ya habían muerto muchos, caían desplomados súbitamente.   Pensaba por qué  Dios quería que ardieran en llamaradas las praderas de Ceará.  La brisa marina había desaparecido.  Joao quería ir al mar, morir en el mar.  No se iba por mí, por mi determinación de permanecer cerca del Cristo Redentor, dónde lo había conocido.  Teníamos que morir ahí, donde habíamos nacido, y que la tierra de Brasil tuviera nuestra carne, nuestro espíritu.  De pronto comenzaron los rumores.  El vocinglero despertó por todas partes.  Renacía y moría, como fuego contra viento.  Una nube, fugaz, había atravesado el color añil.  Pero era una nube tan blanca como una pluma de campanero.   Los rezos fueron disminuyendo, un día más sin lluvia.  Al día siguiente aparecieron muchos cuerpos, que fueron recogidos a tempranas horas.  Pude verlo por la ventana, con los ojos nublados, abrazada a Joao.  Pero desde temprano fuimos a orar al Cristo redentor.   Venían gentes de todas partes desde Aquiraz hasta Guaraciaba.  Sus camisas limpias, ojos lagrimosos, decentes y límpidos frente al Señor.  Descalzos, kilómetro tras kilómetro, sin caballos ni carretas, quizá por penitencia, quizá porque los caballos habían muerto.   El clamoreo y el rosario se confundían en un roce adventicio de las voces.  Otros, también de muchas partes, vinieron a maldecir, a renegar y a despotricar del cielo estéril.    El viento llevaba aquellas voces a miles de kilómetros, por entre los bosques, desde la  Cuenca del Amazonas hasta cataratas del Iguazú y recogía voces de todo Brasil, que rezaban y maldecían para que lloviera en Ceará.   Fueron tantas voces que se mezclaron sobre el mar, de una manera violenta, desordenada, caótica, pluralista, que se convirtieron en sílabas despedazadas por palabras soeces, santas, místicas, feroces,  suplicantes, mordaces, satíricas, prosaicas, profundas.  Se despedazaron en una pelea de significados y crearon un remolino sobre la superficie marina.  Este remolino fue creciendo, lentamente, en su interior furibundo, apacible en su exterior, y se dirigió, cada vez con más fuerza, a las costas de Ceará.   Al tocar las costas ya se había convertido en un huracán, con vientos terribles, que azotaban las secas palmeras y las elevaban al cielo.   No tardó en caer la lluvia, abundante, no tardaron en aparecen millones de nubes, el territorio del Ceará se convirtió en un lodazal, por que llovía a cántaros, de día y de noche, sin pausa y sin prisa, y por varios meses no falto la lluvia.

Cuando la lluvia se volvía violenta Joao y yo salíamos a caminar, nos gustaba mojarnos, sentir que el cielo no podía detenerse.  Tal vez por esos contrastes amábamos tanto esa tierra.  Porque nos hacía morir y vivir cada momento de nuestras vidas como si fuera el último momento.




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