El chillar de los grillos siempre fue tormentoso, y sin embargo, ahora ni los puedo sentir taladrar en mis oídos como antes. El constante movimiento de la carreta acompaña a mi mirada hipnotizada en el camino. Quisiera contar cuantas piedras dejamos atrás, pero algo de mayor relevancia se lleva la atención. Cada vez son más, el campo se llena con facilidad de estacas clavadas en la tierra, amarradas en forma de cruces.
—¿Qué son? —le pregunto a mi abuelo. Y sin necesidad de mirarlo, gruñe indeciso porque sabe a que me refiero.
—Es en honor a los caídos —murmura inseguro.
—¿Hasta aquí llegó la guerra? —cuestiono incrédulo.
—No, no. —Hace un amargo silencio.
Sé que apenas tengo diez años, y hay cosas complicadas de entender para mí. Pero esto no es tan difícil. Si no es por la guerra, es por la esperanza de cruzar este valle. Miro el camino hacia adelante. Luce tan oscuro como el cielo. Nuestra pequeña lámpara de gasoil nos ilumina un poco más allá de los pies. Pero mirar hacia atrás, se siente diferente. La luna baña las estacas con dulzura. Ahora entiendo porque siempre decían que lo último que se pierde es la esperanza.
Recuerdo con nostalgia todo antes de la guerra. Extraño ser un niño. Ahora solo me queda rogar, para no convertirnos en palos de madera clavados en la tierra.
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Editado: 19.01.2024