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Esta historia le ocurrió a una princesa alta y delgada, de piel nívea como el color aparente de la superficie de la luna, quien vivía en un campo que en lugar de tierra, insectos y árboles estaba compuesto por huesos, estrellas y suspiros. Había nacido de un cráter en la zona más oscura de aquel mundo, a la cual nunca había intentado regresar. Jamás se preguntó quiénes eran sus padres porque desconocía el concepto de paternidad. A uno podría parecerle un ser lamentable, pero como nunca había visto otras princesas tampoco había tenido nada que envidiar ni con quien comparar su soledad. Su vestido de carne, polvo y cabellos era lo más hermoso que había visto, y cuando las estrellas la cubrían se sentía más bonita que nunca. La princesa era muy feliz en el lado luminoso del mundo, así que, aunque hubiera tenido motivos para irse, ni siquiera se le habría ocurrido.
Sin embargo ocurrió que un día los suspiros soplaron con tanta fuerza que provocaron un ciclón. Ya antes lo habían hecho, y en esas ocasiones la princesa corría al corazón del vórtice para que los huesos molidos se adhirieran a sus tiernas vestiduras. Pero normalmente no levantaban más que una polvareda. Esta vez habían llegado en bandadas, en una horda, organizados como un ejército (o eso habría pensado la princesa si ella supiera lo que eran los ejércitos). Asustada, al principio, mantuvo la distancia. Pero cuando logró acostumbrar sus ojos blancos como perlas a aquella tempestad, pudo distinguir la dirección de estos suspiros. Eran azules y opacos, y viajaban como hilos en ondas rígidas hacia el norte. Por primera vez pensó en ese lugar lejano y recordó el cráter donde había nacido. Recordó lo vacío que le parecía su entorno en ese entonces y el tiempo que demoró en salir. Deseó, por primera vez, volver y descubrir si aquel era como ella lo recordaba. Su única duda germinó en torno al hecho de que no podría ver nada. ¿Cómo haría para atravesar un campo lleno de oscuridad, tan desconocido, tan diferente a aquel que habitaba ahora? Lo pensó, intentó fabricar una idea.
La respuesta se la dieron las estrellas.
La princesa les preguntó si podrían enseñarle a brillar. Ellas en cambio la vistieron: con un vestido largo y volado que parecía agua helada fluyendo desde sus hombros. La luz se pegó a sus brazos, contorneó la redondez de su pecho y se abrió en cascadas como una campanilla hasta los dedos de sus pies, y más allá. Un largo manto se desprendió desde su espalda, hecho de espíritus resplandecientes en todas las tonalidades de blanco y azul. Así avanzó la princesa del cráter a través de la zona iluminada de su mundo, arrancando miradas a las estrellas que dormitaban a la sombra de dunas lejanas y rascacielos grises. Algunos riscos se desmoronaron de la impresión, y ella escuchó, entre los suspiros, algo que, si hubiera sido humano, habría sonado parecido a un llanto.
Al principio le pareció que su camino estaba compuesto de una sustancia dura y más fría que cualquier otra cosa que hubiera conocido nunca. Apenas avanzó unos kilómetros cuando experimentó una humedad penetrante en la planta de los pies. Cada paso le causaba mucho dolor. Pero las estrellas iluminaban su camino, y la princesa decidió que podía pagar el precio con tal de ver por primera vez lo había al otro lado.
Si al campo de la zona luminosa lo componían polvo de huesos, estrellas y suspiros, este lado del mundo estaba hecho de cristal. No existían dunas ni riscos inestables que se desmoronaran ante la belleza: despuntaban peñas tan afiladas como las aristas de las estrellas, y cada superficie que no se apoyaba en otra era tan transparente que la princesa se las llevaba por delante. Cuánto más se adentraba, más picos y árboles de vidrio aparecían en su camino. Ella no sabía qué eran exactamente, ignoraba lo que eran los árboles; pero será difícil que te lo imagines si no lo comparo con algo que conozcas. Así pues, también había flores de vidrio, y pasto de vidrio, e insectos de vidrio, y todo esto se clavaba en los pies de la princesa arrancándole una sangre azul que abandonaba a su paso. En algún momento pensó que quizás debería volver. Sintió algo muy parecido al miedo, pues por primera vez se le presentó la idea tangible de no ser capaz de regresar nunca más. Y por primera vez, también, sintió algo parecido a la soledad.
Sin embargo, había algo adelante que la estaba llamando: el cráter, el lugar donde había nacido.
La princesa entró en un espacio laberintico que podríamos definir como un bosque de vidrio. A estas alturas las estrellas habían empezado a caerse de su vestido, y ella veía cada vez menos, pero sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad. Solo podía pensar en avanzar para llegar a su destino. Empezaba a convencerse de que regresar sería imposible…, y, además, a pesar del dolor, de lo agresivo que era el vidrio, le parecía más hermoso que el polvo. El vidrio tenía forma y consistencia contra su piel, y no se escurría entre sus dedos cuando intentaba tomarlo. Podía abrazar el vidrio y besarlo y acostarse con él muy pegado al cuerpo, y el vidrio no la abrazaba, pero al menos sí la besaba. Cada beso le arrancaba un suspiro, un llanto y una gota de sangre azul, pero ella pedía más. Corrió, gateó y se arrastró, y luego volvió a correr, ya sin ninguna estrella que la protegiera, ya toda herida de zarpas y mordidas. Tenía el rostro manchado de lágrimas, pero no dejaba de dar besos a los árboles y abrazos a los arbustos de espinas, porque por primera vez sentía algo parecido a la ilusión de amar, y esa era una pasión tan grande que cada beso se le tornaba menos doloroso, cada abrazo menos fuerte. Pronto ya nada fue suficiente. Ni siquiera la oscuridad le alcanzaba para dejar de ver. La oscuridad se había vuelto tan insípida como el polvo, igual el vidrio. Cada estímulo se debilitaba y ella, hambrienta de emociones, deseaba sentir más. Empezó a avanzar por el bosque a una velocidad de vuelo, el dolor quedó como invertido y ahora se sentía invencible. Destrozó una madriguera con las piernas, y luego atravesó un árbol que se rompió en mil pedazos. Trepó una montaña con la fuerza de sus manos y, para cuando llegó a la cima, toda azul y vidrios, sus ojos se habían vuelto completamente negros.