Cuentos de Oz

El orfanato.

Junto a mi hermana fuimos abandonadas apenas nacimos, nunca supimos quiénes eran
nuestros padres. La persona que nos encontró llorando de frío tras unos tarros de basura nos
llevó a la policía y estos a un orfanato de mala muerte. Reconozco que si hubiera sido mi
madre habría hecho lo mismo, lo que se nos vendría más adelante no valía la pena vivirlo.
Crecimos y nos criamos en el orfanato, nunca nadie quiso adoptarnos, ni siquiera de bebés, al
pasar los años veíamos como los demás niños eran adoptados por familias adineradas o por
otras bien amorosas, a nosotras solo nos tocaba mirar. Las monjas en aquel lugar eran frías y
nos decían que nadie nos llevaría ya que éramos las raras. Cuando cumplimos la mayoría de
edad aceptamos que tenía razón, aún teníamos un poco de fe en ser adoptadas.
Ese último día allí vimos a la madre superiora conversando con un hombre desaliñado con una
dentadura horrible y amarilla que nos miraba fijamente. Parecía que tenía planes para
nosotras y así fue, el muy desgraciado nos compró. A regaña dientes nos subimos al carruaje y
nos fuimos a un pueblo que desconocíamos, bueno, más que el orfanato no conocíamos nada
más.
Llegamos a un circo mugroso que se caía de lo apestoso que era, inmediatamente el horrendo
dueño nos dijo que había pagado mucho dinero por nosotras y que nos lo iba a cobrar con
creces de una forma u otra. Y esa misma noche debutamos en la función en la que éramos la
gran y esperada atracción. Cuando salimos al plató la gente se calló y solo se oyó un ¡Oh!
masivo, luego de eso alguien gritó: ¡No queremos ver monstruos! Y nos lazó una piedra, luego
todos los presentes, incluso escupitajos. El dueño salió a calmar al público y después nos
enjauló diciéndonos que ya se le ocurriría una manera de poder recuperar su dinero con
nosotras. Lloramos toda la noche, encerradas como animales, hambrientas y humilladas.
Nuestra madre debió tener más valentía y acabar con nosotras más que solo abandonarnos.
Al día siguiente el dueño nos lanzó unos panes duros y un poco de agua que les había quitado
a los animales en otras jaulas. Coman rápido que vendré en unos minutos a darles una ducha,
ya sé cómo me pagaran, dijo. Al volver nos sacó de la jaula y en el suelo vimos una cubeta con
agua, jabón y unos paños. Las quiero limpias para los clientes que les conseguí, dijo riéndose.
Esa tarde nos llevó a una pequeña carpa con almohadones en el piso y con inciensos con los
cuales quería tapar el mal hedor del lugar. Cuando cayó la noche apareció con unos hombres
tan horribles como él, borrachos y mentalmente desviados. Túrnense y disfruten cada centavo
que pagaron, les dijo.
Con mi hermana no pudimos hacer nada, nos agarraron las manos y amordazaron para que no
pudiésemos defendernos o pedir ayuda. Y aunque hubiese sido así, nadie vendría a ayudarnos.
Esas noches se repitieron por años, ya no eran necesarias las mordazas pues ya no luchábamos
o gritábamos, solo veíamos al maldito ese contar los billetes mojándose los dedos con su
asquerosa lengua. Yo ya no quería más guerra, estaba resignada, pero mi hermana por otra
parte quería huir de ahí, así que ideó un plan, con uno de los trabajadores del circo que
siempre fue el único que nos trató bien.
Le dijo que hiciera pasar al último al cliente más ebrio de la noche, y así fue, mientras contaba
el dinero, nuestro dinero, estaría distraído y sin mucho esfuerzo podríamos encargarnos del
ebrio al borde del desmayo y ahí atacarlo con las cadenas que nos tenían esposadas y
rematarlo con los almohadones hasta asfixiarlo. Nuestro plan salió tal cual se planeó,
recuperamos una gran cantidad de dinero, liberamos a los animales y les dijimos a todos los
esclavos del circo que eran libres, tomamos el carruaje y partimos camino a la libertad, lejos de
todo. Llegamos a una ciudad puerto, vendimos el carruaje y caballo al valor que nos dieran,
necesitábamos inmediatamente comprar pasajes en el primer barco que fuera a cualquier país
y así hacerles perder el rastro a la policía que para estos momentos ya deberían estar tras
nosotras.
Nadie nos quería llevar en su barco, por ende, tuvimos que pagar una gran suma de dinero por
nuestros pasajes y más encima con derecho solo a estar en las bodegas, alejadas de la
tripulación. Aceptamos ya que solo queríamos desaparecer del mapa. Al mes llegamos a un
nuevo continente, donde por fin empezaríamos de cero, alejadas de tanto maltrato y abuso,
buscamos trabajo y como era de esperarse nadie nos quería contratar. Puerta a puerta fuimos
pidiendo alimento y abrigo con la mala suerte de nacimiento. Un día el sol por fin pondría sus
rayos sobre nosotras y encontraríamos una casa abandonada, casa de veraneo al parecer. Nos
la quedaríamos hasta que nos descubrieran, nos tomamos una ducha de agua caliente por
primera vez en la vida, en ese momento ambas lloramos, se sentía bien la vida por un
momento, después de eso nos fuimos a cenar y a descansar en el sillón frente a la chimenea.
Estaba tan a gusto y abrigada que me dormí inmediatamente, al despertar, mi hermana estaba
con un cuchillo ensangrentado en su mano y sus muñecas cortadas donde se desangraba
profusamente. Horrorizada ya no podía hacer nada, ya había muerto, no la juzgué, estaba tan
acostumbrada a los horrores vividos que una vida tranquila y en paz la asustó.
Estuve a su lado sin fuerzas para moverme por un par de días, hasta que la última gota de
sangre acabó con mi vida también.
El verano siguiente los dueños de la casa llegaron y lo primero que vieron en su sala de estar
fue a unas siamesas muertas por desangramiento.



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En el texto hay: locura, suspenso, terror

Editado: 25.11.2023

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