Cuentos de terror de mi tio Tankhun (tankhun/venice)

8

OFRENDAS

OFRENDAS

La parroquia de Wat Rong en Chiang Mai era una casa bastante grande, construida por los años de 1750, con ladrillos y tejas de un cálido color naranja. La casa sobresalía hacia delante en dos saledizos curvos y las ventanas de esta especie de proa frontal eran altas y anchas, separadas por una red formada de paneles más pequeños color blanco que daban hacia la avenida de grava y el terreno del jardín con su árbol de nogal caído. Entre estos quedaba la puerta color vino tinto claro con dos columnas a cada lado. Los terrenos de la casa estaban rodeados en su totalidad por un muro blanco de tal altura que creaba su propio crepúsculo en las áreas de jardín que quedaban bajo la penumbra de su sombra; una oscuridad sólo superada por las inmensas hayas que se levantaban en la parte de atrás de la casa.
El muro se podía atravesar sólo en dos partes: por una pequeña puerta en forma de arco que llevaba al cementerio de la enorme y bastante vistosa iglesia medieval, y por la entrada a la avenida, donde el muro se curvaba elegantemente hasta dos columnas que sostenían inmensas esferas de piedra.
Apo se fijó en todo esto de pie al lado de una de las columnas, mientras observaba a su papá vigilar a los hombres que iban y venían cargando muebles, cajas y baúles desde un gran camión parqueado en el camino de tierra al otro lado de la puerta. La mamá de Apo corría de un lado a otro, jadeando y gritando cuando las patas de una silla golpeaban contra una puerta y el ruido de cristales rotos salía repicando desde la sala de estar.
El papá de Apo permanecía relativamente impasible —las manos atrás, una golpeando el dorso de la otra como era su costumbre— sólo animándose cuando los hombres empezaron a trasladar las cajas con sus amados libros, guiándolos hasta la biblioteca y observando cada uno de sus movimientos como un halcón.
Apo, como casi siempre, se sentía de sobra en estos ajetreos y se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que alguien se fijara que había salido por la puerta y cruzado el campo de cebada que se mecía allá lejos. Se dirigió despreocupadamente hacia la oscura parte posterior de la casa, agarrando una ramita de sauce que había dejado el jardinero, agitándola rápido en el aire con un silbido. Mientras se acercaba a la puerta trasera se detuvo, sacudido de repente por la sensación de estar siendo observado.
Miró hacia las sombras pero no logró ver nada. Agitó de nuevo la varita en el aire pero nada se movió. Encogiéndose de hombros Apo abrió la puerta y entró. No acababan de acomodar los muebles correspondientes a cada uno de los cuartos cuando una procesión de habitantes locales armaba una fila en el camino de entrada, sosteniendo canastos y paquetes envueltos en muselina o periódicos viejos.
—Dios —suspiró el papá de Apo —. Supongo que este es mi rebaño. Sacudió la cabeza con gesto cansado y fue a abrir la puerta principal cuando la cabeza de la procesión llegaba a los escalones de la entrada. Apo se dirigió hasta la ventana de su cuarto y miró hacia abajo. Los sombreros y las gorras desaparecieron de las cabezas y quedaron apretados sobre los pechos cuando su papá abrió la puerta. Apo pudo escuchar la conversación amortiguada a través de los gruesos cristales de la ventana y vio a su papá recibir cohibido los distintos regalos que le ofrecían.
La mamá de Apo apareció en el portal y las cabezas se inclinaron respetuosamente mientras ella les agradecía a todos por haber venido.
—Dios los bendiga a todos— Apo escuchó decir a su papá y siguió una sucesión de venias y reverencias e inclinaciones por parte de las damas y entonces los sombreros regresaron a las cabezas y dieron un rápido tirón a las alas como despedida antes de que la delegación regresara con pasos crujientes sobre la gravilla hasta la puerta y saliera.
—¡Por todos los Santos! —decía el papá cuando Apo bajaba las escaleras. Retrocedía ante un paquete de periódico que había quedado a medio abrir sobre la mesa del vestíbulo. Apo se acercó a echar un vistazo cuando su padre se echaba para atrás. Había un conejo muerto en el periódico.
Una nota prendida en la piel decía: «Bien venidos. Recién matado esta mañana».
—Por Dios Santo —dijo el papá de Apo—. No me atrevo a abrir los otros.—
No seas tonto, Akkar —dijo la mamá—. Creo que es muy amable de su parte. El conejo quedará delicioso y mira, aquí hay una torta de ciruelas y algo de miel. Debes asegurarte de agradecerles en tu sermón. No tienen casi nada, Akkar. Han sido muy generosos.
—¿Qué demonios es todo esto? — dijo el papá de Apo, mirando con suspicacia por debajo de un pedazo de muselina hacia un canasto de mimbre.
—Supongo que se trata de ofrendas —dijo una voz detrás de ellos. Apo, al tiempo que sus papás, se dio la vuelta al escuchar la voz y se encontró con un hombre alto de unos cuarenta años de edad parado en el vestíbulo, sombrero en mano, vestido con un traje de lana, una amplia sonrisa radiante bajo un grueso bigote negro que se curvaba hacia arriba hasta tocar sus patillas. El hombre se presentó con el nombre de Vikairun Min Soo, el médico local.
—Vivo al otro lado del pueblo. Pasaba por aquí y pensé que debía entrar a saludar. El papá de Apo se acercó y le estrechó la mano.
—Reverendo Nattawin… Nattawin Akkar. Encantado de conocerlo, Dr. Vikairun —dijo—. ¿Puedo presentarle a mi esposa?
—Señora Nattawin —dijo el médico, tomando la mano que ella le estiraba
—. Es un placer conocerla —se dio la vuelta y miró a Apo, a quien su padre no tenía evidentemente ninguna intención de presentar.
—Y este debe ser su hijo —dijo. —Sí —dijo la mamá—. Este es Apo.
—¿Cómo estás, Apo? —dijo el Dr. Vikairun, alargando la mano, que Apo tomó y estrechó—. Imagino que encontrarás este sitio un tanto aburrido. Me temo que por aquí no hay muchachos apropiados para jugar contigo. El joven Somchai tiene más o menos tu edad, pero se encuentra en Bangkok por el resto de las vacaciones.
Apo contestó que estaría bastante bien; sólo quedaban dos semanas más de vacaciones y después ya regresaría al colegio. El Dr. Vikairun sonrió, asintió con la cabeza y empezó a caminar de regreso a la puerta, diciendo que debía dejar que terminaran de desempacar.
—Si necesitan cualquier cosa —dijo mientras se ponía de nuevo el sombrero —, por favor no duden en pedirla.
—¿Quizás le gustaría venir a comer? —preguntó el papá de Apo.
—Me encantaría —dijo el médico.
—Por supuesto, tiene que venir — dijo la mamá de Apo—. Y ¿puedo preguntar si hay una Sra. Vikairun? —Por supuesto que puede —dijo el Dr. Vikairun—. Pero no, desafortunadamente. Nunca he encontrado a nadie que acepte recibirme. La vida de las esposas de los médicos no es del gusto de todo el mundo.
—Tampoco la vida de un párroco — dijo el Reverendo Nattawin con una sonrisa y un suspiro—. Me considero de verdad bastante afortunado de tener una esposa como ella.
—Claro que deberías estarlo —dijo la Sra. Nattawin riéndose—. ¿Qué le parece si viene el viernes en la noche?
—Sería un honor —contestó el las horas para regresar al colegio; para escapar, para ser él mismo. Anhelaba la compañía de otros muchachos. Se sentía incómodo en este pueblo y no sólo porque fuera un recién llegado.
Ser el hijo del párroco era una carga que había tenido que llevar sobre los hombros durante toda su vida, pero tampoco resultaba más fácil de soportar por toda su familiaridad. Era como si, al ser el hijo de un hombre del clero, se esperara que él tuviera que comportarse como si se tratara de un negocio familiar que estuviera por heredar. Pero Apo no tenía ningún interés en seguir los pasos de su padre hacia la Iglesia. Deseaba vivir su propia vida, trazar su propio rumbo. Además, y aunque nunca, nunca podría atreverse a decírselo a su padre, el hecho era que él simplemente no creía en ese Dios al que su papá había dedicado su vida a su servicio.
El Dr. Vikairun realmente parecía tener razón respecto a la monotonía del pueblo. No había muchachos «apropiados» con quienes jugar e incluso los inapropiados no arecían muy inclinados a visitar la vicaría ni sus alrededores. Así que Apo paseaba con indiferencia por el jardín, retomando algunos de sus viejos pasatiempos: buscar nidos entre los arbustos, cazar insectos entre las macetas de terracota y afilar piedras del camino. Pero siempre se sentía atraído por la parte trasera de la casa; por su permanente y fantasmal crepúsculo.
Quizás el hecho mismo que fuera eludida por todos los adultos, incluyendo el jardinero, la hacía parecer como algo que le pertenecía sólo a él. Entonces, una tarde, para su sorpresa encontró a un muchacho —un muchacho muy bien vestido— sentado sobre el alto muro que permanecía casi oculto bajo las sombras de los árboles.
—Hola —dijo Apo. El muchacho no contestó, pero se echó hacia delante y en su rostro desplegó la sonrisa más amplia que Apo hubiera visto nunca y, sintiéndose cómodo de inmediato, Dante le sonrió de vuelta.
Al día siguiente —viernes— el Dr. Vikairun llegó puntual al final de la tarde, sosteniendo en una mano un pequeño ramo de flores y en la otra una botella de oporto fino.
—Espero que no te hayas aburrido demasiado —dijo el Dr. Vikairun cuando se sentaron en el salón.
—Para nada, señor —contestó Apo— He hecho un amigo, finalmente.
—¿Un amigo? —preguntó el Dr. Vikairun, un tanto sorprendido—. ¿De verdad?
Estaba a punto de preguntar sobre la identidad de este amigo cuando fueron interrumpidos por Ha Ni, la criada, quien los llamaba a comer, y durante la comida surgió el tema de los aldeanos y sus «ofrendas».
—Son gente buena, señor —dijo el Dr. Vikairun—. Y están profundamente agradecidos de tener un nuevo párroco.
—¿Entonces no era tan popular mi predecesor? —preguntó el Reverendo Nattawin animado.
—No, no, al contrario —dijo el Dr. Vikairun—. El Reverendo Awasd era muy querido y altamente respetado… — su voz se desvaneció.
—¿Entonces? —dijo la mamá de Apo, sospechando que el médico no les estaba diciendo toda la verdad. El Dr. Vikairun sonrió con tristeza y les contó que al final de su vida, el ReverendoAwasd había cambiado bastante y que su muerte estuvo precedida por ataques de un comportamiento bastante impredecible.
—Pobre hombre —dijo la Sra. Nattawin. —Impredecibles ¿en qué forma, si puedo preguntar? —dijo el papá de Apo. El Dr. Vikairun se echó hacia atrás en la silla.
—Me temo que el ReverendoAwasd era víctima de una especie de obsesión mórbida. Era soltero, como lo saben. Creo que tal vez pasó demasiado tiempo consigo mismo. Sé algo sobre cómo esto puede moldear los pensamientos de un hombre. Dice usted una «obsesión mórbida», Dr. Vikairun —dijo la Sra. Nattawin—. ¿Una obsesión exactamente con qué?
—Una obsesión con un pasado y célebre ocupante de esta casa — contestó.
—¿Esta casa tuvo un ocupante célebre? —preguntó la Sra. Nattawin—. Estoy intrigada, doctor. El Dr. Vikairun se disculpó, afirmando que había asumido que el obispo les había contado algo sobre la historia pasada de la parroquia.
—Por favor, continúe —dijo la Sra. Nattawin—. Le prometo que no me voy a sobresaltar. Las esposas de los párrocos son un grupo muy poco impresionable.
—Muy bien, entonces. Supongo que no hará ningún daño…
En ese instante hubo un fuerte golpe en la puerta y Ha Ni la criada entró.
—Con su permiso, señor, señora, pero hay un muchacho que vino de donde la Sra. Jung Hee, quien está muy mal y necesita urgente al Dr. Vikairun.
—Lo siento mucho —dijo el Dr. Vikairun—. Me temo que tengo que partir. La Sra. Lawanha estado bastante enferma últimamente.
—Por supuesto —dijo el Reverendo Nattawin—. Debemos ir donde y cuando nuestro trabajo nos necesite, doctor. En esto nos parecemos. El Dr. Vikairun asintió con la cabeza y agradeciéndoles por la comida y la compañía salió rápidamente.
El sábado estaba nublado y Apo tuvo que concentrarse sólo para ver que su nuevo amigo se encontraba ahí en la oscuridad bajo los árboles. El muchacho no lo había preguntado, pero Apo supo qué era lo que deseaba y se sorprendió consigo mismo al ver lo ansioso que estaba por cumplir los mandatos del muchacho. Apo siempre había sido más un líder que un seguidor, pero ahora por alguna razón se sentía distinto. Apo había visto una tabla grande de madera al lado del invernadero que sería perfecta para el trabajo. El muchacho asintió y su sonrisa iluminó la oscuridad como una lámpara. Más tarde esa noche, el Dr. Vikairun pasó por la casa para disculparse por haber salido con tanta prisa la noche anterior.
—¿Cómo está la paciente? — preguntó la Sra. Nattawin.
—No muy bien, siento decirlo — contestó el doctor con un suspiro—. La Sra. Lawanes una mujer muy enferma.
El Dr. Vikairun se sintió desconcertado al descubrir que Apo se sonreía y frunció el entrecejo. La Sra. Nattawin siguió su mirada.
—¿Apo? —dijo molesta—. No entiendo qué es lo que te pone tan contento.
—Oh —dijo Apo—. Lo siento. Estaba pensando en otra cosa. La Sra. Nattawin observó fijamente a su hijo. Parecía haber algo extraño en su comportamiento. El Reverendo Nattawin rompió el silencio para preguntarle al Dr. Vikairun qué era lo que les iba a contar sobre la casa. El Dr. Vikairun adoptó el aire de un hombre que, después de haber dicho muy poco, sabía que no le permitirían concluir en ese punto.
—No teman —dijo—. Es una historia antigua; de hecho no es ni siquiera una historia… se trata más que todo de habladurías, rumores y exageraciones. No lo habría mencionado en absoluto de no ser por el hecho de que los aldeanos tienen hondos recuerdos y porque además tiene algo que ver con los últimos días del Reverendo Awasd. Pero quizás resulte un poco perturbador para algunos oídos.
Le dirigió una significativa mirada a Apo y la mamá de Apo asintió.
—Hora de ir a la cama, querido — dijo.— Pero, mamá —protestó Apo.
—Date prisa, hijo —dijo su papá—. Hazle caso a tu mamá. Apo entrecerró los ojos y respiró profundo.
—Muy bien, padre —dijo, poniéndose de pie—. Buenas noches.
—Buenas noches, querido —dijo su mamá.
—Buenas noches, Apo —dijo el Dr. Vikairun.
—Buenas noches, señor —contestó Apo con una leve reverencia, antes de dar la vuelta y salir del salón. Apo subió las escaleras. No le interesaban sus tontos secretos. La tediosa historia de esa casa no le interesaba para nada.
Escuchó a su mamá pidiendo disculpas por él y sonrió. Qué le importaba lo que pensaran de él. ¿Qué podía importarle lo que pensaran de cualquier cosa? En la mañana del domingo el Reverendo Nattawin celebró su primer sermón, que resultó bien; la Sra. Nattawin observó por el rabillo del ojo que hubo bastantes movimientos de cabeza de aprobación y murmullos cuando concluyó el servicio. El Dr. Vikairun le estrechó calurosamente la mano al reverendo y lo felicitó cuando estuvieron un rato bajo la luz del sol fuera del porche de la iglesia.
Apo esperaba cerca y reprimió un bostezo. Miró con detenimiento hacia la pared arriba de sus cabezas, a una hilera de gárgolas cubiertas por el liquen, cada una más grotesca que la anterior. Una de estas, una extraña criatura sonriente próxima al campanario, le pareció particularmente familiar.
—¿Dónde has estado? —le preguntó la mamá a Apo cuando entró a la sala de estar al día siguiente.
—En el jardín, madre —dijo—. ¿Sabes dónde hay un martillo?
—¿Un martillo? —dijo su mamá riéndose.
—Sí —contestó Apo sin inmutarse—. Y unas puntillas.
—No —contestó su mamá con otra risita—. Me temo que no, querido. ¿Por qué razón lo preguntas?
—Los necesito, madre —dijo Apo, frunciendo el entrecejo.
—Bueno, quizás el jardinero sepa… Pero Apo ya había cruzado la puerta. La Sra. Nattawin suspiró y siguió con el libro que estaba leyendo pero sintió que ya no estaba de humor. Tuvo un repentino deseo de servirse algo del excelente oporto que había llevado el Dr. Vikairun, pero la aterraba que algún sirviente la descubriera bebiendo sola a las once de la mañana.
Encontraba las obligaciones de ser la esposa de un párroco no menos frustrantes que las que Apo encontraba de ser el hijo de un párroco. Amaba tiernamente a su esposo y él apoyaba sus puntos de vista sobre la emancipación femenina, pero anhelaba más. La Sra. Nattawin se sorprendió de lo mucho que la había afectado la revelación hecha por el Dr. Vikairun sobre la historia de la casa. Había estado esperando que relatara algún viejo escándalo o algo indecoroso y estaba completamente desprevenida para lo que en efecto contó.
En el fondo era una mujer racional y en principio la historia sobre la obsesión del desaparecido Reverendo Awasd con un antiguo párroco del siglo dieciséis, quien supuestamente practicaba la brujería, la habría intrigado en lugar de perturbarla. Había jugado a menudo con la idea de escribir un estudio sobre los relatos tradicionales y esta historia sería un tema excelente. Pero la había perturbado de alguna manera. Había algo respecto a esta casa que la idea de alguien conjurando la presencia de un demonio —como supuestamente lo había hecho el tal Reverendo Kulap— sonaba terriblemente probable.
Ella comprendía, además, que en el debilitado estado de la vejez, la mente del ReverendoAwasd pudo haberse obsesionado de una forma nada natural con esta historia; quizás convenciéndose a sí mismo de que el demonio aún rondaba por los escondrijos más oscuros de la casa y sus terrenos. Aun así, sonrió. Rehusaba convertirse en una de esas mujeres tontas que saltan ante cualquier crujido del piso o que ven duendes en todas las esquinas en sombras. Desde afuera le llegaron unos martilleos repetitivos; caminó por el pasillo hasta la parte trasera de la casa y miró por la ventana.
Evidentemente, Apo había encontrado un martillo. ¿Qué diablos estaba haciendo?
A la Sra. Nattawin no le gustaba ese oscuro rincón del jardín y se había dado cuenta de que ni la criada ni la cocinera, como tampoco el jardinero, parecían ir nunca por esos lados. Apo era el único que frecuentaba el área; sólo Apo y ese viejo gato que parecía haber adoptado como compañero de juego. Resultaba curioso el cambio que había sucedido con Apo. Parecía como si se hubiera recogido en sí mismo desde que se mudaron allí. Siempre había sido un niño algo retraído, feliz en su propia compañía, pero era casi como si hubiera tomado refugio en una especie de invención infantil, cuya costumbre ella asumía había abandonado tiempo atrás.
Pero también había algo extraño en su comportamiento. Entre más pronto regresara al colegio, mejor. La Sra. Nattawin observó a su hijo. Se sintió un poco culpable de estar haciéndolo, pues ella siempre había creído que él tenía el mismo derecho a la privacidad como cualquier adulto. Y aun así, resultaba tan fascinante observarlo continuar en ese juego con la concentrada laboriosidad tan propia de los niños. Estaba tan absorta en esta noción idealista que pasaron varios minutos antes de que empezara tomar forma otra impresión. Apo empuñaba el martillo que le habían prestado con una especie de entusiasmo febril. ¿Qué estaría haciendo? Parecía estar agarrando las puntillas de sus labios como hacen los obreros y se esforzaba por clavar algo; algo que la Sra. Nattawin vio retorciéndose en la mano de Apo mientras martillaba.
La Sra. Nattawin tuvo una sensación de vértigo agitándose en su estómago mientras se dirigía hacia la puerta del jardín. Cuando la abrió, el ruido de los martillazos de Apo podía escucharse con mayor intensidad.
—¿Apo? —llamó, parada en la puerta. Él no contestó sino que tomó otra puntilla de la boca y la clavó hasta el fondo.
—¡Apo! —lo llamó de nuevo, incómoda al escuchar que la voz se le quebraba a este mayor volumen—. ¡Contéstame de inmediato! Apo detuvo el golpe a medio camino, se dio la vuelta y la miró de frente; entonces sonrió y prosiguió. Esta descarada insolencia irritó incluso a la apacible Sra. Nattawin que atravesó la puerta y empezó a caminar a zancadas por el desigual terreno trasero de la casa en dirección a su hijo.
—¿Apo? ¿Apo? —preguntó mientras se acercaba—. ¿Apo? ¿Cómo te atreves a ignorarme? ¿Qué es lo que estás haciendo ahí? Apo se puso de pie lentamente y se dio la vuelta. Ella no se había dado cuenta antes de lo cansado que se veía. Había manchas oscuras debajo de sus ojos enrojecidos y la piel tenía una palidez de enfermo. Mientras ella se aproximaba, Apo se separó de su obra para que ella pudiera observarla mejor. Sobre una tabla de madera, sostenida en cada extremo por dos macetas de terracota puestas boca abajo, había la más extraordinaria colección de criaturas.
En la ilusoria claridad de ese primer vistazo, la Sra. Nattawin pudo ver escarabajos, gusanos, una rana o un sapo —no pudo saber cuál—, grillos, moscas, mariposas, un ratón y varios pájaros, uno de los cuales aún se retorcía de manera horrible. Todos estaban prendidos o clavados a la tabla y, a juzgar por el pájaro que se retorcía, todos estaban vivos cuando Apo los fijó ahí.
—Por Dios Santo, Apo —dijo—. ¿Qué has hecho? ¿Qué monstruosidad has hecho aquí? Apo se rio horriblemente y ella se dio cuenta de que su atención se dirigía a otra parte. Ella siguió su mirada de medio lado hacia la pared en la parte de atrás del jardín. Había algo ahí. El sarnoso gato viejo trotaba hacia ellos a lo largo del borde superior del muro.
—El es mi amigo —dijo Apo, y entonces al sentir que no le había impreso suficiente poder a esta afirmación, dio un guiño y dijo—: Mi amigo especial. Hice todo esto para él. La Sra. Nattawin dio un paso adelante y le dio a Apo una fuerte cachetada; tan fuerte que Apo tuvo que retroceder un paso para no caerse y la Sra. Nattawin se sorprendió al sentir lo mucho que le había dolido la mano. Apo se frotó la mejilla y volteó a mirar hacia la pared.
—¿De qué estás hablando? — preguntó la Sra. Nattawin, conteniendo un repentino afán por vomitar y siguiendo sus ojos
—. ¿Estás diciendo que hiciste todo esto para complacer a un gato?
—¿Un gato? —preguntó entonces Apo, de verdad confundido.
—Sí —contestó su madre—. Un… Pero pudo darse cuenta entonces que no se trataba de un gato, sino de algo distinto… algo que no estaba bien. Lo que había tomado por pelaje, podía ver ahora que se trataba más bien de unas espinas de algún tipo, que lo cubrían sólo parcialmente, dejando a la vista por todos lados una piel de aspecto verrugoso y áspero. La cabeza parecía una cosa parcialmente desollada y quemada. La mente de la Sra. Nattawin hacía un esfuerzo para encarar lo que estaba viendo cuando la criatura se abalanzó horriblemente sobre ella, la boca de una amplitud imposible abriéndose y cerrándose como si modulara palabras en silencio. La Sra. Nattawin llevó la mano hasta el pecho para ayudar a que pasara el flujo de aire, que se estaba volviendo dolorosamente lento. Se agarró el cuello de lino; el camafeo que llevaba en el cuello. El alfiler por la parte de atrás se le enterró en el pulgar casi hasta el hueso, pero ella no lo sintió. Cayó inconsciente en el piso. Apo tuvo la momentánea conciencia de que debería sentirse preocupado al ver a su mamá echada en el piso a sus pies, el aliento moribundo abandonando sus pálidos labios, los ojos aún abiertos del todo, pero no lo sintió.
Levantó la mirada hacia su amigo sentado en el muro y la boca de este le mostró una de esas extraordinarias, cálidas y generosas sonrisas. Y Apo, una vez más, le sonrió de vuelta.



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Editado: 01.10.2024

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