Aquel día en el prado
Hubo un tiempo en el que un señor llamado Amos estaba en su apogeo, su hacienda daba frutos extraordinarios, tenía animales por doquier, incluso algunas veces, sus clientes pagaban con caballos de razas exóticas cuando no había dinero, era rentada por muchos… Podrás decir que este señor tuvo la mejor de sus vidas… Pero nadie sabía lo podrida de su existencia, el miedo y la angustia lo embargaban desde el momento que despertaba hasta la hora que dormía, resulta que este hombre tenía enemigos, pero había uno que no le dejaba dormir por el terror que le provocaba. Aquel hombre, cuya mirada gélida ahuyentaba a cuanto personaje se le tropezaba, tenía por nombre Arles, un hombre tan poderoso como Amos, pero con un secreto tan hórrido, que hasta el mismo maligno le resultó demente, un trato con el más allá, a fin de que él se convirtiera gradualmente en el hombre más rico de la tierra, pero había un inconveniente… ¡Amos! El hombre más rico de aquella ciudad, donde ambos enemigos sacaban garras y se intentaban hundir, en un frenético afán por descubrir el secreto del poder absoluto. Arles estaba decidido, este sería el día que Amos se despediría de su cordura desgastada por las cizañas de Arles.
Con una sonrisa ladina invadió los límites del dominio de Amos, caminando y al mismo tiempo soltando un aura podrida, una mezcla de maldad con intenciones aberrantes y fúnebres, su nefasto andar se detuvo antes de cruzar la cerca que dividía la tierra de nadie con la tierra de Amos, su capucha negra como las alas de un cuervo fue quitada para observarse la cara de un hombre corroído por los años, sus manos expedían un olor putrefacto, las cuales bailaron en un tétrico conjuro, y con unas últimas palabras en un lenguaje antiguo, una maldición embargo lo poco que quedaba de la casi innecesaria existencia de Amos.
Pero… Como toda fábula con moraleja, tenía que terminar bien.
Amos había acogido a un pastor en su mansión hace unos momentos, tanto él como el ungido congeniaron bastante bien. El pastor sintió que algo estaba mal, y le pidió a Amos que le dejara pasar la noche ahí, diciéndole que, si escuchaba ruidos extraños, solo rece, rece por su vida, pues esta era la prueba de fuego. Al principio Amos no entendió muy bien a lo que quería llegar el pastor, simplemente acató lo dicho.
Al llegar la noche, los perros que fueron soltados ladraron con miedo y rabia, Amos se despertó, y oró, sintiendo presencias que querían atormentarlo. Pero no se rindió, y rezó, rezó hasta el amanecer, y cuando el sol se asomó a las tierras de Amos, un olor fétido llegó a los residentes. Sirvientes, artesanos, guardias se dirigieron como palomas al pan, encontrando el cuerpo muerto de Arles, un paro cardíaco, sus ojos abiertos como platos, y sus labios intentaron formar palabra alguna antes de morir, solo un sirviente, que había escuchado la lectura de labios, podía descifrar el misterio.
Yahvé fue la palabra que obtuvo.