En una modesta casita cerca de la playa, vivía una animada muchacha llamada Alicia, que siempre se le veía contemplar el horizonte en las mañanas. Parece que la hechizaba el amplio cielo azul en contraste con el tono más oscuro del mar, y muchas veces quienes pasaban cerca divisaban una curva en sus labios que la hacía parecer un poco extraña. Y como varias veces se le vio en esta pose, comenzaron a llamarla Alicia la rara. Tenía un cabello largo y ondulado, su piel era pálida pero sus mejillas y labios sonrosados, bajita de estatura y muy alegre. Se le veía pocas veces frecuentando el pueblo, pues era capaz de pescar por sí misma y cultivar algunas legumbres para alimentarse.
Como siempre estaba sola, recorría las playas durante horas e incluso no se le veía en días, nadaba en las profundidades de los arrecifes donde podía obtener algunas conchas, caracoles y hasta trocitos de coral con los que fabricaba collares y adornos varios que vendía en el pueblo para comprar algunos granos y telas con los cuales, poderse vestir. Es así que, en las mañanas, tres días sí y dos no, iba con una pequeña canasta de los bonitos adornos que elaboraba y los ofrecía a los pobladores que, aunque a sus espaldas le llamaran rara, quedaban encantados con las piezas de coral y de conchas que, con tanto esmero, Alicia les ofrecía.
Sólo hablaba con quien le preguntaba cómo estaba y con quienes le platicaban sobre las tumbas del panteón que había en el poblado. Con el resto de las personas a su alrededor era gentil y no entablaba más diálogos que los necesarios para una venta. No porque quisiera estar sola, sino porque nadie quería ser su amigo. Muchas veces esta idea la entristecía en el lecho y no pocas veces lloró con desconsuelo. Alicia realmente quería reír y platicar mucho con alguien, contemplar las estrellas con otra persona a quien realmente sí le importara escuchar sus sueños y opinar sobre sus pensamientos, a cambio ella tenía tanto que dar, pero nadie estaba dispuesto a tener.
Un día, llego al pueblo una linda muchachita llamada Carolina, que usaba un vestido azul como el mar, acompañada de su hermano Arturo, joven lleno de ideas por tantos libros que leía y escenarios silvestres que exploraba.
-Vamos a recorrer la playa, Carolina, seguro que está llena de conchas que nunca hemos visto y si tenemos suerte, puede que existan cuevas, sin mencionar los arrecifes, podríamos encontrar toda clase de cosas.
-No, Arturo ¿acaso crees que voy a mojar mi vestido nuevo por complacer otra de tus expediciones? Espera a llegar a casa para cambiarnos antes y entonces, iré a ver qué dulces y vestidos venden aquí. No es muy grande el lugar así que no espero mucho pero hoy tendrás que ir solo.
-No te pongas así, sabes que mamá se enojará mucho conmigo si te dejo sola, así que no seas caprichosa y pórtate bien con tu hermano mayor, que al fin y al cabo fui yo quien pidió venir para recorrer las playas de este poblado.
-Al menos lleguemos a casa para que pueda cambiarme y preparar algo para comer, no podemos irnos, así como así.
De esta forma la pareja de hermanos llego a una casa veraniega que sus padres habían alquilado para vacacionar, se prepararon con ropa más cómoda, pusieron algunos aperitivos en una canasta y emprendieron la marcha con todo entusiasmo hacía el mar. Pronto se encontraron extasiados con la belleza de la costa por la que caminaban: la arena tan blanca y suave como el talco, había restos de conchas, caracoles y algas que iban guardando en una cubeta con un poco de agua, ya que pensaban llevarlas para acondicionar una pecera, sólo necesitaban algunos bonitos peces de colores y Arturo pensó en hacerse cargo de la situación.
-Voy a nadar un rato, procuraré encontrar peces coloridos y de bonitas formas para llevarlos a casa. Te estaré vigilando así que no te vayas lejos ¿entendido?
-Sí, lo sé, no te apures que estaré cerca de ese tronco -respondió Carolina mientras apuntaba a un par de metros de distancia, las ramas secas de lo que había sido un árbol- extenderé el mantel y cuidaré de la comida mientras buscas los peces, hay muchas gaviotas por aquí y si dejamos la canasta de la comida sin protección, pueden llevársela.
- Muy bien, que niña tan responsable- sonrió Arturo acariciando la cabeza a su hermana, ocasionando que se disgustara.
-Ya no soy una niña, tengo 13 años, hermanito.
-Pues para mí eres una niña hasta que tengas mi edad- respondió riendo Arturo a fin de hacer enojar más a su hermana y que inflara las mejillas como globos, cosa que hace cada que se enfada cuando la contradicen.
Arturo corrió en la arena para adentrarse en el desconocido mar que cautivaba su atención, a medida que encontraba más bellezas submarinas. Aunque no contaba con que, entre los corales iba a encontrar una perla que le dejaría aún más maravillado. Resultó que en su paseo entre la flora y fauna marina encontró una lindísima criatura terrestre de largos cabellos que nadaba con toda serenidad, recogiendo las almejas que encontraba y guardándolas en una bolsita hecha a base de red.
En el momento en que Alicia se percató de su presencia, se asombro un poco y con la mano lo saludo y señaló que subieran a la superficie. Arturo asintió con la cabeza y ambos subieron para refrescar sus pulmones con una bocanada de aire que les permitió mirarse mejor y sonreírse durante unos segundos antes de pronunciar la primera palabra.
-El mayor de los places es saludarla, señorita. -Expresándose como todo un caballero, guardando la compostura que le caracteriza pese a encontrarse nervioso y ansioso por saber más de la chica que acaba de conocer y en quien veía la gracia de la bondad en su inocente sonrisa- Mi nombre es Arturo, vengo de vacaciones con mi hermana y mis padres. ¿Me concedería el gusto de llamarla por su nombre?