En la primavera conocí una alegre paloma que susurraba al viento tan emocionada, que su pequeño cuerpo se elevaba, dando brincos y batiendo las alas. Le gustaba reposar en mi almendro, del que varias veces le vi picoteando de sus semillas o protegiéndose de los ardorosos rayos del sol.
Un día, la vi acompañada de un palomo bastante gordito que, con ternura rascaba su cabeza con el pico y se recargaba de ella. En aquellos momentos pensé en que me gustaría haber sido aquella paloma, sentir unas suaves manos acariciando mi cabello, la calidez de unos labios que besen mi frente y la bendición de sentirme protegida por un compañero como el de aquella paloma. Ese pensamiento me entristeció, porque la paloma tenía algo que yo no, así que salí y arrojé una piedra hacía la rama en donde se encontraba aquella pareja irrespetuosa, tan indiferente a mi dolor, tan egoísta y tonta.
De inmediato, emprendieron el vuelo, alejándose lo más posible del peligro y, durante unos instantes, sonreír ante la victoria, no obstante, comenzó a embargarme un agudo dolor en el pecho y un recargo de conciencia por lo que acababa de hacer, había separado a una pareja que se dedicaba amor sólo porque sentí envidia de ellos, había hecho exactamente, lo que me hicieron a mí.