Una semana después me vi en medio del patio de mi casa, rodeado de todos mis hermanos. Estábamos en hilera, viendo hacia el campo abierto y con mi padre justo enfrente.
Esa mañana el sol brillaba tenue. Yo sentía sueño porque dormía muy mal, solo pensaba en planes para librarme de mi problema, pero en cuanto hacía uno, lo remplazaba con otro peor.
Mi padre nos levantó antes de las seis a Sebastián, Paulino y a mí, y a mis otros hermanos los mandó llamar.
—Los reuní aquí porque quiero darles algo —nos dijo serio. Tan serio que por poco y no lo reconocí. Su actitud relajada desapareció ese día, fue como estar frente a otra persona. Incluso las arrugas de su frente se marcaron más.
Todos nos mantuvimos callados y yo me concentré en el tremendo frío que por fin llegó. Diciembre ya quedaba a la vuelta de la esquina y todavía no hallaba una solución.
Él se dirigió hacia la caballeriza y regresó con un baúl de madera desgastada que tiró sobre el suelo; este hizo un curioso ruido metálico. Abrió el candado y de allí sacó un revólver plateado con mango café. Sin decir una sola palabra, se lo entregó a Rogelio. Luego regresó al baúl y sacó otro que le dio a Gerónimo. Y así continuó, repartiéndonos un arma a cada hijo.
Cuando tocó mi turno, cuando la puso sobre mis manos que ni siquiera intentaron negarse a recibirla, la sentí, fría y peligrosa. Deseé poder lanzarla lejos de mí, pero, si quería evitarme una discusión y castigo, era mejor no hacerlo.
—Jacobo les va a enseñar a no quedar a la vergüenza enfrente de la gente —continuó mi padre y lo apuntó directo.
Mi hermano Jacobo, con apenas veintidós años, era un ávido tirador. Cada temporada salía de cacería con los hombres del pueblo. A él lo considerábamos como el que actuaba antes de pensar, pero también como el más fuerte, eso se notaba hasta en su físico: de espalda ancha y grandes brazos. De más joven se metió en peleas de cantina que ni siquiera eran suyas; después lo pensó mejor y se preparó para las peleas pagadas. Su determinación lo llevó a ganarse el respeto y admiración de la gente. Su esposa, Justina, era hija del organizador de las peleas y allí la conoció. Si bien mantenía a su familia con la siembra, el dinero extra le servía para tener una mejor vida.
—¿Por qué? No tengo tiempo para esto —replicó Sebastián, quien enseguida se ganó un gesto de desaprobación.
Mi padre fue directo hasta él, lo sostuvo fuerte de la camisa y con el jalón su sombrero fue a dar al piso.
Sebastián abrió los ojos de par en par. Creo que no se lo esperaba.
—¿Y en qué te ocupas? —le dijo con voz sombría—. ¿En buscar la manera de levantar más faldas? Porque eres un vaquetón que solo se la pasa haciendo pendejadas. ¡Ya es hora de que tomes tu lugar en esta familia y te portes como un hombre respetable!
—Pues, la última con la que salió lo mandó a volar —intervino Paulino y se rio después—. Tal vez la invite yo a salir.
Esa indirecta fue desagradable para mí, pero no para mis hermanos porque los vi aguantarse las risotadas.
Mis dos hermanos menores, aparte de atrevidos, en ciertas ocasiones eran muy tontos porque rozaban la línea de lo indebido y ni siquiera se daban cuenta.
Jacobo se acercó a mi padre, creo que buscó calmarlo, y supimos que la clase comenzaría en ese mismo momento. Estoy casi seguro de que se sentía entusiasmado porque era él el protagonista y no Rogelio como era costumbre. Animado fue por botellas de vidrio y las acomodó sobre un tronco caído que se ubicaba a unos quince metros de distancia. Siete para ser exactos.
Se paró frente a nosotros y con su tono fuerte, nos habló:
—Revisen el tambor, se mueve hacia afuera. —Levantó su revólver frente a nosotros y lo abrió—. Coloquen las balas en cada recámara si está vacía. Usen su pulgar para tirar hacia el martillo hasta que se escuchen tres distintos "clics". —Cuando él lo hizo, pude escucharlos—. Luego apunten hacia el blanco y aprieten despacio el gatillo. —La primera botella explotó.
—Que Sebastián nos muestre su puntería —ordenó mi padre, quien se sentó en una silla tejida a un lado de nosotros.
Mi hermano resopló, cargó el arma y se paró presumiendo una excesiva confianza. El ruido de su tiro apresurado se perdió en los árboles, este fue tan malo que ni siquiera se acercó al objetivo.
Nos echamos a reír por su fracaso.
—No traten de mover de un tirón el disparador hacia atrás —intervino Jacobo, ensimismado en su clase—, porque si no tienen práctica van a fallar. ¿Quién sigue?
—Yo —se ofreció Rogelio y dio un paso firme al frente. No sé sí los demás lo percibieron, pero parecía incómodo, como si estuviera en desacuerdo con lo que hacíamos. Cargó el arma, levantó su brazo y jaló el disparador. Sus ojos se concentraron en la segunda botella, y cuando disparó no bajó el brazo. La bala fue a dar a su blanco con éxito y lo hizo pedazos.
Rogelio se quedó parado, inmóvil y callado. Ojalá me hubiera dicho lo que sentía o lo que pensaba, pero es que yo tampoco se lo pregunté.
—¿Me puedo ir? —preguntó sin voltear a ver a nadie—. Tengo a uno de mis hijos enfermo.
—Vete. Pero llévatela y sal siempre con ella.
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Editado: 11.12.2024