—Voy por Paulino —me avisó Sebastián mientras caminaba hacia el patio.
Nuestros padres se encontraban recostados porque los días pasados fueron en serio agotadores. Tener que atender a tanta gente en medio del gran pesar que les cayó encima los llevó a dormir más de la cuenta cuando terminó el novenario. Agradecí que no se enteraran de lo que pasaba para que se mantuvieran tranquilos.
Paulino llegó trotando veloz con la camisa a medio abrochar, y luego los tres salimos para averiguar cómo terminaba aquel barullo.
—Justo y Rufino Carrillo han pedido la cabeza del general por el asesinato de su hermano —nos contó Sebastián cuando recorríamos una larga calle que se notaba más vacía de lo normal—. Dicen que el alcalde se negó. Se esparció el chisme de que hasta pensaba liberarlo y a permitirle irse lejos, pero el pueblo ya está cansado de las preferencias del alcalde. Exigen que Chito sea juzgado por sus crímenes. Lo peor de todo es que ya confesaron dos muchachitas. Aseguran que Chito las tocó sin su consentimiento, y quien sabe qué más les hizo.
Por lo que le trató de hacer a Erlinda, no me sorprendió saberlo.
A lo lejos vimos a una decena de hombres y sin pensarlo nos les unimos. Poco a poco se agregaron más, hasta volverse una multitud de cuidado. En las expresiones de cada uno se veía una rabia incontrolable.
Llegamos por fin a la alcaldía y escuché que la gente gritaba:
—¡Lorenzo Cruz debe ser juzgado! —Ese era el nombre real de Chito—. ¡Lorenzo Cruz debe pagar por lo que ha hecho!
Me estremeció la fuerza que transmitía aquella turba sedienta de justicia.
La gente exaltada tumbó la puerta con ayuda de un tronco grueso de un árbol caído.
Los hombres que resguardaban las celdas que se encontraban allí resistieron apenas unos minutos, antes de salir corriendo despavoridos.
Mis hermanos y yo navegábamos silenciosos como si de un mar de aguas violentas se tratara. Marcamos una leve distancia para ser solo espectadores porque no nos convenía hacer notar nuestra presencia.
Varios iban armados con machetes, piedras, palos y pistolas. Todos estaban tan alebrestados que no escuchaban, y seguro no comprenderían si alguien se atrevía a intentar dialogar. En menos de cinco minutos sacaron a Chito y a su compinche.
En el otro extremo, más cerca de la puerta, reconocí a Justo Carrillo, luego vi a su lado a su hermano Rufino. Ambos estaban de pie, como si fueran hambrientos verdugos.
—¡Aquí está este asesino! —les dijo uno de los hombres y le dio un fuerte tirón de cabellos a Chito.
Esos ojos oscuros, cubiertos de la maldad más pura que jamás vi, se apagaron, y en su lugar quedaron dos ojos que miraban aterrados por el inminente destino que le deparaba.
Él y su compinche fueron sujetados y, entre golpes y patadas, los arrastraron hasta la plaza del pueblo, justo a un lado de la iglesia. Nosotros fuimos detrás para ver.
Los siguieron golpeando hasta dejarlos gravemente heridos, pero ni así perdían la conciencia.
—¿Y tu suegrito? —preguntó en voz baja Paulino.
Lo mismo me preguntaba yo, pero no lo expresé. Si don Cipriano Bautista caía en las redes de esos pobladores, era seguro que terminaría, por lo menos, lastimado. Giré a los lados para ver si lo localizaba. La luz todavía seguía intensa, pero no lo vi por ninguna parte.
Las personas concentraban toda su atención en Chito y su compinche.
De pronto, alguien le cortó tres dedos de un machetazo al general. El grito que profirió cuando el filo lo cercenó fue ensordecedor. Aunque ni eso logró que me conmoviera. Para ser sincero, no me importó en absoluto su sufrimiento.
Retrocedí con la intención de volver a la alcaldía.
—¿A dónde vas? —quiso saber Sebastián—. Te lo vas a perder. —Apuntó hacia la trifulca que no paraba.
—Voy rápido a ver algo y regreso. Ni se les ocurra meterse —los amenacé.
—¿Y a este qué le picó? —cuestionó Paulino a Sebastián.
—No sé —sonó confundido—. ¡Ah! —Resopló—. Vamos contigo, impertinente.
Mis dos hermanos me alcanzaron antes de que pudiera crear distancia. Que se me pegaran era un inconveniente. A pesar de eso, opté por continuar con la idea que tenía.
Si la gente seguía ocupada en la plaza, descuidarían la alcaldía. Así que estaría libre para nosotros.
Llegamos y la puerta tumbada nos abrió paso. Los tres preparamos las armas. Dentro era un completo desastre. Voltearon los escritorios, tiraron papeles, hasta rompieron el cristal de un bonito reloj de piso que tenía un gran péndulo dorado. En tan poco tiempo destrozaron todo. El lugar parecía vacío, pero de todos modos elegí inspeccionar.
Con pisadas cuidadosas revisamos cada espacio, ¡pero nada!
—¿Qué hacemos aquí? —cuestionó Sebastián—. Nos perdemos de lo mero bueno, ¿lo sabías?
—¡Guarda silencio! —susurré enérgico—. Si tantas ganas tienes, regrésate si quieres. —Le manoteé. Si él deseaba ver aquella carnicería, podía irse de inmediato.
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Editado: 11.12.2024